Recuerdo a la abuela cuando se sentaba frente a la vieja máquina de escribir, de fabricación estadounidense marca Smith & Corona Typewriters, sin perder la verticalidad de su espalda, cuidaba su figura y su columna, era una mujer muy guapa, con excelentes modales y un lenguaje pulcro. No olvido la vez que discutió con un comerciante en el mercado. Yo era muy pequeño y nunca supe el motivo del enojo, pero el insulto mayor que salió de su boca fue “ordinario”.
La palabra la repitió varias veces. Por la cara de su interlocutor, me pareció que no entendió su alcance. Para ser franco, también evidenció mi ignorancia. Apenas llegamos a la casa, busqué el diccionario, en ese entonces estaba muy lejos el surgimiento y utilidad de Google.
Una palabra con varios significados. Estaba claro que su intención era calificar al mercader de bajo y vulgar. Esa fue la única vez que vi a mi abuela enojada, por eso no olvido el momento.
En la actualidad, no hay medida en el uso de los insultos y en este caso se cumple a cabalidad la equidad de género.
La verdad, y no es porque haya sido mi abuela, era un dulce en su trato, muy propia, natural, con un comedimiento admirable.
Hoy, las sociedades son ásperas, impredecibles, irritables y hasta violentas. Quizás porque las mayorías se han rezagado de la calidad de vida ante el acaparamiento de las minorías.
El caracol y la tortuga han demostrado ser mucho más veloces que la impartición de justicia en el mundo.
Supongo que ya nadie utiliza las máquinas de escribir, mucho menos el modelo que sirvió a mi abuela. Tuvieron su mejor época a principios del siglo pasado. Cayeron en desuso ante el avasallamiento de las redes sociales, del Internet, correo electrónico, los mensajes por Facebook o WhatsApp.
Por lo mismo, los carteros están en extinción, llegará el momento en que los todos los mensajes, privados y comerciales, tengan una forma digitalizada para transitar por cualquiera de los caminos del Internet.
Cuando mi abuela escribía las cartas familiares no existía el líquido borrador, si acaso una goma que cada vez que utilizaba, ponía en riesgo la integridad del papel. Era muy buena para el tecleo, rara vez se equivocaba.
Milagrosamente conservo una de sus cartas, porque las demás se perdieron y se deshicieron en las inundaciones de mi pueblo y casa en el estado de Veracruz. Se las llevó la corriente.
La carta, con fecha de 1976, tiene el deterioro que causa el paso del tiempo. Entendible por su antigüedad de cuatro décadas. Se escribió en un México distinto, diferente, cuando todavía se tenía a raya o bajo control a la delincuencia, cuando todavía era vigorosa la esperanza de un país justo. Cuando existía respeto y prevalecía la cordialidad en la convivencia.
Los carteros apenas si podían cargar sus alforjas por el peso de las miles de cartas que repartían a pie. Era la forma de comunicarse, una forma que se ha quedado en el pasado.
Ahora, por el crecimiento de la población y de las ciudades, los carteros se transportan en motocicletas, con mucho menos papelería que antaño. Hasta los estados de cuenta bancarios y cobro de diversos servicios llegan por correo electrónico.
Voy a conservar la carta de la abuela como un tesoro, constancia del afecto familiar y del México que ya se fue.
La abuela y el cartero
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