Te has llevado amigos y conocidos, más de dos millones en el mundo. Tu saña no tiene límite. Te comportas como un resentido. Sin compasión. Has matado a ricos y pobres. No te importa el estatus ni si son poderosos o gobernantes, tampoco si se trata de inocentes. Contagias al que quieres y matas a los más débiles.
No tienes padres, nadie asume la paternidad. Se sabe el lugar donde naciste, pero nadie conoce a tus creadores. ¿Llegaste de otro planeta? ¿Por eso no te importa la humanidad? Eres cruel, no te conmueve el dolor de nadie.
La primera vez que se supo de ti, estabas en Wuhan, ciudad China. Muy lejos de México, en el continente asiático. Pronto vieron los chinos lo peligroso que eras, porque de otra manera no hubieran decidido construir gigantesco hospital en una semana. Veían inmensa tu maldad, sin piedad.
Avanzaste por el mundo como la humedad, con una velocidad para espantar a cualquiera. Fronteras y muros te valieron gorro. Las medidas sanitarias ni medianamente te pudieron contener. Obligaste a muchos a confinarse, a guardar distancia, a usar cubreboca. Hay quienes se atrevieron a retarte, a minimizar tu rencor y efectividad homicida. Eres uno de los peores asesinos en la historia universal.
¿Por qué el enojo? ¿Es venganza? No tienes madre ni padre. Ser sin afectos, sin sentimientos. Lo único que te parece importar es contagiar y contagiar, matar y matar. Espantas. Las películas de horror son de risa a tu lado. Tu capacidad de mutación ha puesto en jaque a los que creían que ya te habían controlado. Los que suponían que empezaban a regresar a la normalidad, están de nuevo en guardia.
Como no eres visible a simple vista, hay miles que ponen en duda tu existencia. Ignoran cualquier medida preventiva. Te faltan al respeto, te retan. Organizan fiestas, encuentros colectivos, a pesar de las recomendaciones. Gente que exige respeto a su derecho de reunión, encontrarse con familiares, amigos, compañeros. Es la libertad que se ha ido por tu culpa y que nadie quiere perder para siempre.
La ansiedad, la desesperación, el perjuicio económico, la necesidad de volver a trabajar para comer, lleva a otros a correr riesgos, a exponer la salud, la vida. Una de dos: los contagias y matas o se mueren de hambre.
Por más que se han esmerado científicos y laboratorios, todavía no han conseguido que todos puedan aplicarse una vacuna para hacerte frente. No hay capacidad para abastecer con oportunidad a los países que has diezmado, que tienes en la desesperación, en la angustia y hasta en la impotencia.
Hoy escribo estas líneas porque ya hartaste. Amigos, conocidos, familiares, compañeros de trabajo, han empezado a caer. Algunos afortunados han logrado recuperarse del contagio, otros no resistieron tu veneno.

Las noticias mortuorias en el círculo cercano se han vuelto cotidiano. Impacto tras impacto en el corazón, dolor y llanto por los que marchan.
Espero que si eres tan poderoso para matar, para aterrorizar al mundo, también sepas leer y reflexionar.
¿Qué harás si acabas con todos? Si lo que buscas es un espacio exclusivo para ti, no hay necesidad de que acabes con la humanidad. Es posible la convivencia como sucede con otros virus.
Coronavirus (Covid-19) para ya la matazón y deja a la sociedad vivir en paz, te lo ruego.

Como cada diciembre, los preparativos, los platillos tradicionales, el clásico pavo, su especialidad, esperado por sus acostumbrados invitados. El ritual de las fiestas, la Navidad y la llegada del nuevo año, empezaba con la selección de ingredientes, en dos o tres visitas al supermercado.

Paciencia y calma para adquirir lo necesario, para el menú de las cenas, la de Noche Buena y la del último día del año que se va. Porciones para una mesa de diez personas. Y algo más para los que quieran repetir o el recalentado al día siguiente. Asegurarse de la calidad de la materia prima, porque del cocinado, ella misma se encargaría, con la ayuda de uno de sus hijos varones.
Se impuso la costumbre. A pesar de la pandemia, volvió a comprar el mismo número de productos alimenticios, como si fuera un hecho la asistencia de invitados. La variante económica, por la escalada inflacionaria de los precios. Uno de los cambios: ya no pudo hacer la selección de manera directa, no pudo ir o no quiso ir a ninguna tienda, para evitar el riesgo de contagio. Surtió la despensa con servicio a domicilio.
Igual que en años anteriores, las compras y preparativos con días de anticipación a las fechas tradicionales.
El nombre de la protagonista es Martha, habitante de la Ciudad de México, ama de casa que vive con su hijo menor pero ya mayor de edad. Nivel socioeconómico medio. Entusiasmada con las fiestas de diciembre. Entre los dos se esmeraron en cocinar pavo, lasagna o lasaña, rosca de reyes, panecillos de canela y un flan. Compraron el pan blanco. Un día antes de las tradicionales fechas, el menú estaba listo, en su punto. Una botella de sidra para acompañar y para el último día del 2020 las infaltables uvas.
Como en años anteriores, adornaron la mesa, el mantel navideño, las flores de ocasión, artículos de temporada. Santa con farol en mano. El nacimiento iluminado con focos pequeños y multicolores. La música navideña para animar a los comensales.
Todos los platillos sobre la mesa, para diez invitados, para imaginar que en algún momento llegarían a degustarlos. Sabían de antemano que no sucedería porque a nadie le llamaron por teléfono con ese motivo. Era solo para soñar por unos segundos en la normalidad. Para imaginar el convivio acostumbrado, las risas, el intercambio de recuerdos, el recuento del año a punto de partir, los propósitos del año nuevo, el brindis, comer las doce uvas, algo de alcohol o cerveza, vino espumoso. Abrazos y buenos deseos.
Los únicos que al final cenaron en las dos ocasiones, el 24 y 31, fueron doña Martha y su hijo. Los únicos que brindaron, platicaron y rieron como si estuvieran ahí los invitados. Comieron un poco de todo. Intercambiaron regalos y, como católicos, agradecieron a Dios sus bondades y dones, en particular la salud.
Cenas sin precedente que esperan no se repitan y que para el próximo diciembre, reaparezcan los invitados.
Demasiada comida para dos, así que la mayor parte fue a dar al congelador. Suficiente para más de una semana.
Habían organizado sus fiestas casi como siempre. Esta vez sin invitados, pero al cuidado de lo más valioso de la vida: la salud.

Por la pandemia, ahora el árbol navideño en casa es de estambre color verde, su mensaje en blanco de “Feliz Navidad”. Apenas 30 centímetros de altura, pegado sobre la ventana, donde está más a la vista.
El Covid-19 truncó la costumbre. Esperanza, señora de la tercera edad no quiso salir del hogar y exponerse al contagio. No lo hizo en los primeros días de diciembre cuando todavía el color del semáforo era forzadamente naranja, menos ahora que por fin las autoridades se decidieron a encender el foco rojo.
La costumbre puede esperar y retomarla hasta el siguiente diciembre, en el 2021. Nada justifica poner en riesgo la salud por una actividad no esencial.
Era su ritual de cada fin de año, adquirir un pino navideño natural. Ir de un lugar a otro, de un mercado a una tienda departamental, hasta dar con el que le llenara el ojo y el olfato.
Buscaba percibir el olor del pino, el olor de bosque. Ver el árbol pachón, con suficientes ramas como para esconder a una ardilla. Descartaba los escuálidos, los que tenían desnudos partes de su tronco y ramas. La altura también era importante, al menos dos metros, con terminado en punta y vara descubierta para colocar la estrella. Apenas tamaño justo para viajar sobre el techo del automóvil y llevarlo a su domicilio.
Película repetida del último mes del año. El entusiasmo de siempre. La alegría de la temporada. Preparar el espacio, limpiar el lugar donde sería colocado el pino. Desempolvar, sacar del armario las cajas de esferas, los adornos, el nacimiento, las figuras en yeso de María, José y el niño. Los animales, el borrego, el burro, las aves, las luces, los moños, flores en verde y rojo, la corona con sus cascabeles.
Sin perder la emoción que despierta el evento. Animada, motivada para salir a comprar el árbol navideño.
Listo el cubre bocas, la careta y guantes, lo más protegida posible para andar en la calle. Cumplir con las recomendaciones sanitarias.
Todo iba bien hasta que se difundió el aviso de autoridades federales y locales de que el problema se ha complicado, los contagios, la irresponsabilidad de muchos que no guardan la sana distancia ni se tapan la boca ni la nariz.
Su rostro se transformó, no de tristeza, sino de terror, de espanto, de miedo, por la situación de alarma. Pronto decidió que este año no habría árbol navideño natural en su casa. Descartó la salida para comprarlo.
Buscó en el mueble donde guarda su ropa, sacó el estambre color verde y un poco de blanco y rojo. Se puso a tejer. Hizo su árbol de estambre, no muy grande, menos de medio metro. Una noche de tejido fue suficiente para terminarlo.
Al día siguiente tomó la cinta adhesiva y pegó su arbolito de estambre sobre su ventana principal, la de la sala.
Se retiró metro y medio para mirarlo, para contemplarlo. Soltó una lágrima, asomó una sonrisa. Estaba contenta, ya tenía árbol, esta vez de estambre.
Y para complacer a su nariz, mandó a pedir a la tienda aerosol con olor a pino. Su ambiente estaba completo para celebrar la Navidad.

El antiguo Palacio del Ayuntamiento, que está en el Centro Histórico de la Ciudad de México, frente a la Catedral, fue mandado a construir por Hernán Cortés, en 1522.
Se construyó con piedras de las edificaciones aztecas, demolidas por los conquistadores.
Patrimonio de la humanidad que funciona como museo y oficina de la jefatura de gobierno.
Cuenta con salón de cabildos estilo afrancesado, con candiles y pintura mural en el techo. En las paredes podemos ver imágenes o pinturas de los héroes que lucharon por nuestra Independencia.
Es utilizado para las grandes ocasiones, para la entrega de las llaves de la ciudad a personajes internacionales. Así ha sido con John F. Kennedy, quien fuera presidente de los Estados Unidos. El presidente chileno Salvador Allende y el astronauta norteamericano Neil Armstrong, primer hombre en pisar la luna.
El antiguo palacio del Ayuntamiento, con casi 500 años de vida, tiene su centro de documentación que guarda la historia de la CDMX, gacetas y actas del cabildo o gobierno municipal.
Un palacio con historia de amor, de amor no correspondido. Final de película protagonizada por el virrey Baltazar de Zúñiga.
Se enamoró de joven y bella novicia, que no le hizo caso. La mujer siguió el camino de la religión y se convirtió en monja.
Estuvo en el convento Corpus Christi que el mismo virrey años atrás había mandado a construir, en lo que ahora es la Avenida Juárez, frente a la Alameda Central.
El virrey Baltazar de Zúñiga murió enamorado. Cuando terminó su periodo de gobierno, regresó a España. Años después fallece en la madre patria.
En su testamento, Baltazar de Zúñiga dejó escrito que su corazón le fuera arrancado, guardado en urna de plata y depositado en el convento donde estuvo la novicia de la que se enamoró.
Ese corazón herido, sin conseguir ser amado como era su deseo, se hizo polvo. La monja murió en el convento, dedicada a su vocación religiosa.
Derivado de este episodio, aunque pareciera contradictorio, surgió y ha sobrevivido la leyenda de que las mujeres que caminan por los pasillos del palacio del Ayuntamiento, pronto encuentran novio y se casan.
En contraste, también el palacio del Ayuntamiento tiene su historia macabra. Estuvo involucrado el virrey Gaspar de la Cerda, en 1692.
El pueblo lo hace culpable de la escasez de alimentos. La muchedumbre enfurecida va al palacio del Ayuntamiento y le prende fuego. Era sabido que el palacio tenía granero. La gente se metió a buscar el maíz y no encontró nada.
Por eso, incendian el edificio, quemaron hasta la carroza del virrey.
El virrey Gaspar de la Cerda pudo escapar, esconderse.
Cobró venganza y dio la orden de matar a los organizadores de la manifestación. Después se arrepintió pero no lo castigaron ni metieron a la cárcel.
Hay quienes aseguran que por ese motivo su alma anda en pena, que recorre por las noches el antiguo palacio del Ayuntamiento, con cara de dolor.
La gente lo bautizó como ”el fantasma Gasparín”.
En la pintura o imagen que está en el salón de los virreyes, el rostro de Gaspar de la Cerda tiene la palidez de un muerto, con los ojos abiertos. Provoca cierto miedo.
El palacio ha sido remodelado en varias ocasiones.
Su salón de cabildos es la joya de este palacio y del gobierno de la Ciudad de México.
La escalinata principal es el escenario ideal para la foto de quinceañeras y novios. Previa cita pueden tomarse la foto del recuerdo, en un palacio con casi 500 años de historia.

Se ha crispado tanto el ambiente nacional que hoy he decidido contarles algo distinto, grato, positivo, sobre animales que se adaptan a la realidad que les rodea y siguen su mundo; ajenos a preocupaciones humanas, pandémicas y económicas, al menos es lo que parece:

Alegre saltaba de un cable a otro, muy delgados y separados unos 10 ó 15 centímetros, descendía la ardilla, parecía deslizarse como el mejor esquiador de nieve en el mundo, aunque sin bastones, ni casco ni botas ni ropa especial, sin más chasis que su propia piel y pelambre.
Bajaba de la punta de una chimenea de casa antigua de más de 60 años en la colonia Nápoles, alcaldía Benito Juárez de la ciudad de México; atravesaba la calle. Un cable era insuficiente para mantener el equilibrio, usaba los dos, daba pequeños saltos. Sus garras en lugar de esquíes. Imagen divertida por su habilidad y agilidad, equilibrista natural.ardilla arbol
Al aterrizar en la maraña de cables de distintos grosores, las arterias que abastecen de energía los hogares, que van de calle en calle, la vi acelerar el paso y pronto mi vista la perdió.
Estaba de regreso la ardilla, por semanas y meses desaparecida en tiempos de pandemia, ausente, suponía muerta. Para ser optimista, quería creer que había cambiado de domicilio, sin avisarle al Instituto Nacional Electoral (INE).
No, no se había ido al cielo, reapareció acompañada, con pareja. Parecían juguetear en los cables, movían sus colas estilizadas y esponjadas; intercambiaban miradas, sus diminutos ojos negros como canicas abrillantadas.
Por supuesto que ninguna institución ecológica y mucho menos judicial investigadora estaba preocupada por la desaparición de la ardilla. Nadie se ocupó en averiguar su paradero.
Por el crecimiento urbano en la CDMX, las ardillas ya no únicamente utilizan árboles para desplazarse de un sitio a otro. Ahora cuentan con cableado de la Comisión Federal de Electricidad, de las compañías telefónicas y de empresas televisivas, como si fuera su segundo piso, sin tener que adquirir el llamado TAG conocido por automovilistas o pagar por transitarlo.
Observé que las ardillas de esta historia tienen como refugio la chimenea de vetusta casa de dos niveles y el gigantesco pino que hay en el jardín. No estoy seguro de que ahí se queden a dormir. Las he visto durante el día, comparten el espacio con algunas palomas.
Avanzan despreocupadas, nadie las molesta en las alturas, tienen la exclusividad de la autopista cablera. Protegidas por su propia naturaleza, no están obligadas a usar cubre bocas ni guardar sana distancia al salir a la calle. Hasta donde sé, no corren ningún peligro de contagio Covid ni necesitan escuchar todos los días noticias para saber si ya fue aplanada la pandemia. Para ellas no hay confinamiento.
Graciosas, escurridizas, tienen ganada la simpatía humana, de todas las edades.
La ardilla ha regresado, feliz con su pareja.

La construcción se ha reavivado, otra vez como plantas silvestres crecen edificios por distintos rumbos de la Nápoles en la alcaldía Benito Juárez de la ciudad de México. Si antes no se tomaban previsiones para ordenar el boom inmobiliario, menos ahora que el personal necesita trabajar, ganar y comer en el día a día.
Ahí están los hombres de casco naranja con sus ropas empolvadas e irreconocibles con sus tapabocas, amarrando varillas o “castillos” que sostendrán muros, las revolvedoras estacionadas enfrente escupiendo cemento a través de esa manguera que parece una boa gigante.
En las calles, en las banquetas, es raro ver personas sin cubre bocas, aunque todavía hay una que otra que no le importa su salud y menos la de los demás. Aficionados a jugarse la vida, sin tener consciencia de que el Covid-19 es invisible para el ojo humano y te puede atrapar en cualquier parte.
Los restaurantes de la colonia, chicos, medianos y grandes, cafeterías y comederos, procuran el protocolo, atienden recomendaciones de autoridades sanitarias, cuidan la sana distancia, usan acrílicos para innovar separadores. Meseros, cocineros y cajeros con el rostro semi-oculto. 30 por ciento de clientela, nada más, lo permitido. Desparecieron las aglomeraciones. La mayoría prefiere comer en casa y si es parte de la población flotante, retomar la costumbre de cargar con el lonche, para evitar contactos y exposiciones innecesarias.
Ni largas filas ni salas llenas, como era antes, en Cinemex del WTC. En las actuales condiciones, no atrae ver una película ni de estreno. Lo mismo en Cinemex de Patriotismo.
La Casa Toño que siempre tenía lleno completo y mesas hasta fuera del local. Ahora, la asistencia, reducida a su mínima expresión. El pozole septembrino y de fiestas patrias, habrá que comerlo por pedido a domicilio. El Centro Comercial de Patriotismo y el de Dakota 95, por donde los fines de semana y hasta entresemana corrían ríos humanos, ahora son riachuelos.
El Cardenal, comida de primera, que tardó en abrir, no ha cumplido ni un año, que tenía muy largas filas para ingresar, todos los días, por la pandemia también sufre la baja clientela
Para entrar al WTC hay que tomarse la temperatura y si vas a uno de los pisos u oficinas, hacer fila con sana distancia para recibir el ticket que te da acceso a los veloces elevadores.
La colonia Nápoles ya no es la misma. Ya nadie va aprisa ni corre para llegar al Energy, para hacer ejercicio. El deportivo o gimnasio está cerrado. Su entrenador más popular, el famoso Jan, como si adivinara lo que venía, desde que empezó la emergencia, ofreció clases en línea. Todas sus seguidoras, sobre todo, y seguidores, no lo han abandonado.
El parque Esparza Oteo con momentos en que parece fantasmal, sin el bullicio de los niños en la zona de juegos. Dejó de ser escenario musical para los adultos de la tercera edad, cada domingo. Ni las ratas de cuatro patas hacen sus paseos porque no hay quien les deje restos de comida.
Quienes tienen hijos en edad escolar, recreo y clases en casa. Antes las mamás estaban pendientes solo de que hicieran la tarea, ahora también de que no se distraigan cuando está la enseñanza en línea. La ocupación maternal es educativa todo el día.
Y dentro de este escenario, el aullido lastimoso de mascotas, que padecen el encierro, igual o peor que sus dueños.
La colonia Nápoles, ya no es la misma.

En tiempos de inquietud e incertidumbre por la pandemia en el mundo, con saldo de miles de muertos y contagios cotidianos, crisis de ansiedad, estrés y empobrecimiento despiadado, no puedes esperar recibir como regalo un pan de muerto.
Presagio fatal, pesimismo, absoluta falta de sensibilidad.
¿Habrá sido a propósito?
“A caballo dado no se le ve colmillo”, diría mi abuela, cuando se trataba de un regalo, hay que recibirlo con una sonrisa, sin hacerle mueca o comentario con destello desaprobatorio. Agradecerlo.
¿Pero un pan de muerto en este tiempo?pan de muerto 1
Seguro es ocurrencia imprudente del mercadólogo o publicista de las tiendas Walmart y Superama, dar gratis a clientes un mini pan de muerto, envuelto en papel transparente y sujetado o amarrado con delgado listón azul.
Es lo que han empezado a repartir las dos tiendas, al menos en servicios o entrega de comestibles en domicilios.
“Un obsequio de la tienda”, dice el mensajero con una sonrisa, para cumplir la encomienda de la empresa.
Por educación, obligado dar las gracias. Lo tomas sin abrirlo, porque primero debe de pasar por el desinfectante, como lo aconseja el protocolo sanitario.
Una vez rociado de gel antibacteriano, observas los detalles, reflexionas sobre los motivos del obsequio.
¿Anticipado recordatorio de la festividad de muertos en noviembre? ¿mensaje subliminal de lo que le espera a la sociedad por la pandemia? ¿premio por ser cliente frecuente? ¿gancho para invitar a reservar parte del presupuesto familiar, si es que algo queda, a la compra de dicho alimento? ¿despertar el apetito panadero?
Lo que fuere, no es el mejor momento para regalar a cualquiera un pan de muerto, del tamaño que sea.
Son tantas las noticias negativas, el escenario borrascoso y depresivo, que resulta inoportuno regalo de ese tipo.
Hay que decirle a publicistas y mercadólogos de esas tiendas, de Walmart y Superama (de todas las tiendas), en las circunstancias que hoy enfrenta México, lo recomendable sería algo para infundir ánimo, si es que desean recompensar a su clientela.
Por ejemplo, un mini pan patrio, con los colores de la bandera, a propósito de la proximidad del 15 de septiembre. Día de la Independencia, celebración de todos los mexicanos.
Lo que sea, menos un pan de muerto.

Nada que tenga que ver con aullido, tampoco ladrido, es el llanto del perro, lamento que recorre la calle, que se escucha en las casas de confinados y recuerda la leyenda de la llorona, el quejido de esa mujer a la que se le atribuía la muerte de sus hijos o la otra versión de la famosa indígena “La Malinche” quien sufría por haber traicionado a su pueblo.
¿Y por qué llora el perro?
No es un animal pequeño porque su llanto inunda la calle como el viento que sopla en atardeceres y noches. Queda claro que no viene del edificio contiguo, sino de más lejos, quizás 300 ó 500 metros.
La primera vez que se le escuchó fue hace un mes, toda la noche. Por momentos parecía que era golpeado o víctima de tortura. Descartado, porque en estos casos sería quejido y luego reaccionaria con fiereza, dependiendo del daño. No dejó dormir a los dueños ni a los vecinos. En su domicilio no encontraron la forma de calmarlo o callarlo. Desvelada perruna en tiempos de pandemia. Peor para quienes han vuelto rutinario el insomnio, dormir menos, por la ansiedad, el estrés que provocan el encierro, las sombras y fantasmas que rondan a los mexicanos, al mundo en general, en la salud y en la economía. Incertidumbre sin fecha de vencimiento.
En la segunda noche, el perro, sin poder adivinar su pedigrí a la distancia, siguió el llanto, aunque esta vez amortiguado con un bozal. Hizo varios intentos por desahogarse de esa manera; no lo consiguió. Dejó de llorar. Era para considerar dar aviso a organizaciones protectoras de animales.
Los días siguientes, nada; silencio, ni ladridos, ni aullidos, ni llanto. Indicios de que lo habían llevado con el veterinario, para la evidente atención requerida. Darle algo que resolviera su intranquilidad y pusiera fin a su lamento nocturno. Paso una semana, nada. Otra, nada.
A la tercera semana, regresó el llanto, durante el día, mucho menos tiempo. Pronto se calmó. El lamento se ha vuelto esporádico y de corta duración. ¿Estará controlado por un ansiolítico?
Según los que saben de medicina animal y tienen mascota en casa, ese perro debe ser muy sensible, está estresado por el encierro y las noticias. Una de dos: escucha a sus dueños comentar alarmados lo que sucede o se entera en directo a través del radio o la televisión encendidas en canales que difunden noticiarios.
Estresado por la cifra de muertos y el supuesto de que también han caído algunos caninos por la pandemia. Además, la evidencia de que se ha perdido en México el control del Coronavirus. Seguro teme por su vida, ser víctima de un enemigo que no conoce y que nunca ha mordido como para que busque desquitarse con aniquilamiento lento y doloroso.
Y por si algo faltara, intuye que está en riesgo el abasto de su alimento, por la crisis económica, por la caída histórica del 18.9 por ciento del Producto Interno Bruto en el segundo trimestre.
Llanto de perro que a nadie se le desea.

Por protagonismo, negligencia o por ganar la primicia se ha caído en errores que hacen obligada la reflexión para medios y comunicadores sobre el manejo o difusión de una información parcial, incompleta o no verificada.
Han “matado” a deportistas, artistas, intelectuales, empresarios y diversos personajes por ese afán de ganar la nota, sin medir consecuencias de la falsa información, el daño que se ocasiona a la familia y al entorno del supuesto fallecido. Es grave el tema y no queda arreglado con excusas como “la información la recibí de fuentes confiables, de la propia familia”, “ofrezco una disculpa, me equivoqué” o “yo asumo las consecuencias de lo que hice”.
Es obvio que la familia no va a dar por muerto a nadie de la familia. Tampoco la disculpa es suficiente cuando se pudo haber lastimado o enfermado a una o varias personas, por la falsa noticia. Mucho menos ayuda la soberbia de que “yo asumo las consecuencias”, como si el error fuera algo menor o una mentira piadosa. Ninguno de los desacertados se ha tomado el tiempo para medir el impacto de su bulo. Le da vuelta a la página. Hay quienes hasta optan por no volver a tocar el tema, para no exhibirse por su yerro.
Recientemente acaba de suceder otro caso mediático cargado de irresponsabilidad, sobre presunta o supuesta agresión en el Parque Hundido de la Ciudad de México. Más de un medio y comunicador enjuició y dictó sentencia en cuestión de segundos, basado en una sola versión, parcial. Dieron rienda suelta al linchamiento mediático, exigieron buscar al “agresor” por cielo, mar y tierra. Había que hacerlo pagar, de cualquier manera.
Se corre el riesgo de que linchamiento de ese tipo termine en tragedia y se le quite la vida a un inocente. Ya ha ocurrido, cuando la turba decide hacerse “justicia por propia mano”, sin averiguar si lo sucedido es cierto. Varios días medios y comunicadores se ocuparon de la persecución.
Resulta que el “supuesto agresor” ni enterado estaba del “linchamiento mediático”. No acostumbra los noticiarios ni está inscrito en las redes sociales. Supo lo que pasaba hasta que una amiga lo alertó.
En ese lapso lo pudieron haber agredido o algo peor. Lo pudieron haber detenido y encerrado por orden de “Fuente ovejuna”. Destruido su vida, su familia, todo por la difusión de una información parcial, que se consideró suficiente para emitir juicio y pedir castigo.
La otra parte del conflicto dio su versión, muy distinta, con la aportación de un corto video donde se alcanza a ver que era jaloneado. Y en el jaloneo, admitió que pudo darle un golpe a la antagonista, un pleito por el uso del espacio para correr.
¿Quién dice la verdad?
Es algo que la autoridad tendrá que dilucidar; pero, sin duda, peligroso sacar conclusiones sin antes haber escuchado a las dos partes, como recomiendan la ética, las reglas del periodismo, el sentido común y la justicia.

Esta “Historia de Palacio” te va encantar: un poeta que por amor se quitó la vida en el palacio que se construyó para sede del Tribunal de la Santa Inquisición y que hoy funciona como Museo de la Medicina Mexicana, ubicado en la plaza de Santo Domingo, en Brasil 33, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Por amor se quitó la vida el poeta Manuel Acuña, a la edad de 24 años.
Manuel estaba enamorado de Rosario de la Peña, su musa, a quien le compuso el poema Nocturno a Rosario, que empieza de la siguiente manera, seguro que lo recuerdas:
”Yo necesito decirte que te quiero, decirte que te adoro con todo el corazón…”
Su final es una expresión que pone por delante el amor maternal:
“…y en medio de los dos, mi madre como un Dios”.
Una vez que el palacio del Tribunal de la Santa Inquisición de la entonces llamada Nueva España se transforma en la escuela de medicina, ahí decide estudiar el poeta Manuel Acuña.
Había internado en el palacio y Manuel vivió en la habitación número 13, para muchos número de suerte, para otros, todo lo contrario.
El poeta era enamoradizo, tenía como musa a Rosario de la Peña, pero también sostenía relaciones con Celedonia, una mujer que vivía de lavar ropa y, con la poeta Laura Méndez tuvo un hijo.
Rosario se enteró del engaño y rompió relaciones con Manuel Acuña, joven muy apasionado, nervioso e impulsivo; con sus palabras trataba de conquistar y enamorar a Rosario.
No la llamaba por su nombre, en su lugar, le decía:
“Mi santa prometida”.
Hay historiadores que atribuyen el suicidio a ese rompimiento.
Manuel tomó cianuro para quitarse la vida.
Dejó una nota póstuma en la que libera de toda culpa a su musa Rosario; la breve nota decía:
“Lo menos sería entrar en detalle sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno, basta con saber que yo mismo soy el culpable”.
Joven y gran poeta mexicano, se quitó la vida en el palacio que se construyó para sede de la Santa Inquisición, en el Siglo XVIII.
Un palacio que también tiene leyendas de fantasmas, que se han difundido de boca en boca.
El origen de las leyendas viene del pasado negro del Tribunal de la Santa Inquisición, porque ahí se encarcelaba, juzgada, torturaba y dictaba sentencia de muerte a los que blasfemaban o eran herejes, que no creían en dogmas religiosos.
Según cifras de historiadores, murieron en la hoguera medio centenar de personas.
Hay vecinos de la zona de Santo Domingo que aseguran que por la noche todavía se escuchan quejidos y lamentos; una mujer que pide a gritos cristiana sepultura. Otros, juran haber visto el fantasmas de un decapitado.
Leyendas de palacio.
Después de que funcionó como Tribunal de la Santa Inquisición, nadie quería comprarlo, por miedo a su pasado.
Fue sede temporal del arzobispado, sede de la Lotería Nacional, de una escuela primaria, de un cuartel militar, hasta que se convirtió en la Escuela de Medicina.
Como escuela de medicina funcionó casi cien años.
En1980 se inaugura como Museo de la Medicina Mexicana, para conservar la historia de la medicina prehispánica hasta la de nuestros días.
Esta es la historia del palacio que se construyó para ser sede del Tribunal de la Santa Inquisición y donde, por amor, se quitó la vida el poeta Manuel Acuña.

Cuando la boca sangra, ni el “cubrebocas” funciona. Era el caso de Enrique, veterano veracruzano radicado en la Ciudad de México desde los noventas. En plena crisis de la pandemia, tenía problemas con sus encías, consecuencia de apretar los dientes por el estrés.
En las mañanas, al despertar, observaba que tenía sangre en la boca. Tomaba de inmediato pañuelos desechables, uno tras otro, para quitársela, hasta que viera terminar el sangrado. La primera vez, supuso que tenía reventada una úlcera, corrió al hospital, al área de emergencias. La recepcionista apuró la atención. El médico encontró que la presión estaba normal. Hizo preguntas propias para este tipo de casos. Su diagnóstico preliminar fue que su mal tenía que ver con el cuidado bucal y de ahí necesidad de acudir con un dentista u odontólogo.
La valoración médica lo tranquilizó. Enrique tenía en su directorio dos dentistas a las que visita regularmente para la limpieza semestral, nada más que en estos tiempos del Coronavirus cerraron consultorios.
Para su fortuna contaba con el número celular de la asistente de una de ellas. La enteró por WhatsApp del problema. Ofreció que avisaría a la doctora Anel y en el curso del día daría respuesta. Le recetó una pasta y un gel dental, para tratamiento de 15 días.
Continuó el sangrado en los siguientes días. Estaba más que asustado y no quería volver al hospital, mucho menos después de leer el riesgo de infección que existe cuando hay pandemia. Cada mañana el sangrado. Peor porque no podía masticar nada, solo consumía comida blanda. Empezó a sentirse débil. Retrataba el interior de su boca con una selfie. También miraba el espejo para escudriñarse. Llegaba la noche y no quería ir a la cama. Tenía terror de que al estar dormido, como venía ocurriendo, apretara dientes y sangraran las encías.
Su agobio aumentaba con la noticias cotidianas, el recuento de víctimas, la falta de suministros médicos. Nervioso de pies a cabeza, hipocondríaco, pensaba que podía amanecer muerto, desangrado.
Con su semáforo mental en color rojo, alarmado, debilitado, deprimido, creyó que encontraría las palabras para convencer a la doctora de que lo atendiera con urgencia. Elaboró su mensaje por WhatsApp, era un ultimátum para la dentista. Implícitamente le advertía que sería su responsabilidad si algo le pasaba. Cuidó no ser ofensivo, pero sí firme en su petición.
Pronto vino la respuesta: “siga el tratamiento y lo veo en tres o cuatro semanas”.
¿Y ahora qué hago?, se preguntó el angustiado Enrique.
Tomó tiempo para analizar su caso, respiró hondo y profundo, se dejó caer sobre su sillón favorito.
Reflexionó, hizo un recuento de la atención que ha recibido de la dentista en varios años; recordó que ha sido acertada y siempre le ha dicho la verdad; creíble y confiable. Entonces, Enrique concluyó que debía obedecer sus indicaciones.
Al día siguiente, dejó de sangrar, mejoraron sus encías y ya podía masticar.

Arturo Zárate Vite

 

 

Es licenciado en periodismo, egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, con mención honorífica. Se ha desempeñado en diversos medios, entre ellos, La Opinión (Poza Rica, Veracruz) Radio Mil, Canal 13, El Nacional, La Afición y el Universal. Más de dos décadas de experiencia, especializado en la información y análisis político. Ejerce el periodismo desde los 16 años de edad.

Premio Nacional de Transparencia otorgado por la Secretaría de la Función Pública, IFE, Consejo de la Comunicación, Consejo Ciudadano por la Transparencia e Instituto Mexicano de la Radio. Su recurso para la protección de los derechos políticos electorales del ciudadano logra tesis relevante en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, con el fin de conocer los sueldos de los dirigentes nacionales de los partidos.

Además, ha sido asesor de la Dirección General del Canal Judicial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y Coordinador General de Comunicación y Proyectos de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Es autor del libro ¿Por qué se enredó la elección de 2006, editado por Miguel Ángel Porrúa.

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