Por el Coronavirus, por el desbordamiento urbano, por la tala de árboles para dar paso a nuevas construcciones o porque perdió la vida en el hocico de un canino acostumbrado a cazar lo que vuela, el hecho es que el colibrí, la pequeña ave que mueve sus alas a una velocidad promedio de 90 veces por segundo, no ha vuelto. Cada año, desde la ventana, en los primeros días de primavera, en horario mañanero, lo veía, apenas unos instantes y se iba. No faltaba a la cita. Esta vez, nada.
Era de tono gris, pico alargado, diminuto, ojos a los lados que parecían observar al curioso. Siempre me ha asombrado el movimiento de sus alas. Fugaz, como el comes y te vas, que practican los políticos.
La cuarentena ha permitido estar más atentos a los que sucede en el entorno, con la naturaleza, con los humanos y los servicios públicos.
También un ave, de pico amarillo, plumas café claro, que daba concierto día a día en primavera, antes de que cayera la tarde y entrara la oscuridad, no aparece. Quizás el árbol que utilizaba para posar, descansar y dormir, ya no existe. Hay otras pequeñas aves que mantienen su travesía, aunque no en número de tiempos y ambientes más ecológicos; igual sucede con las palomas, veo menos, pocas sin renunciar a su “cuu….cuu”.
Nada del colibrí ni del cantador vespertino.
Obviamente no se puede generalizar, hay variaciones. Depende del lugar. Esta historia tiene que ver con la colonia Nápoles, alcaldía Benito Juárez, en la Ciudad de México (CDMX). Acaba de avisarme el vecino que un habitante de la zona está contagiado del Covid-19. Menos asomo las narices. Mi hijo menor ha puesto doble llave a la puerta y la orden tajante de que nadie sale. Entiendo su preocupación.
Leer un libro, revisar las redes, lo que dicen los medios, hacer ejercicio, ver una película, conversar con la familia, jugar con los hijos, parte de la actividad cotidiana, en periodo de pandemia. Le dedicó tiempo a la calle, a mirarla. Escasean peatones y automóviles. No es exactamente una colonia fantasma. Tiene algo de eso.
Enmudeció el silbato del carrito de los plátanos y camotes. Por fin calló la bocina de la camioneta que compra colchones, refrigeradores y fierro viejo. Dejaron de circular por la emergencia. También los triciclos que venden pan y café, que tienen como clientes preferentes a trabajadores de la construcción. El camión recolector de basura con sus habituales recorridos.
Menos bullicio citadino, más horas sin ruido, para beneplácito de oídos.
Eso sí, mascotas estresadas por el encierro, ladradoras y aulladoras en algunos momentos del día. Inocentes de que el excremento se quede en banquetas o calles cuando sus dueños las sacan a pasear. Hay gente que no entiende la importancia de la salubridad.
Veo pipas de agua estacionarse frente a edificios. El nuestro no es la excepción. La presión del agua que sale de la llave se ha reducido en más de un 50 por ciento y no llena cisternas o depósitos. No es suficiente para todos, menos cuando las familias completas están en casa. Un aviso de que el destino nos alcanzó y ojalá lo tomen en cuenta autoridades. ¿Se imaginan si sigue el desordenado crecimiento inmobiliario y el aumento de la población mientras los servicios públicos no crecen? No hay más agua ni las calles se pueden agrandar. Los cables eléctrico, telefónico y de internet son una maraña.
Y a propósito de la electricidad, espero no espantarme cuando llegue el recibo de la Comisión Federal de Electricidad, porque ahora gastamos más, con todos en casa las 24 horas.
Lo que me anima y mantengo la esperanza es que aparezca el colibrí, maravilla de la naturaleza. Y si no es mucho pedir, el trinar vespertino cuando la claridad se va y llega la noche.
Se fue el Colibrí
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