Es la historia de un ratón bien alimentado. No es de los asustadizos que al primer ruido que escuchan, salen despavoridos hacia su refugio. Tampoco pertenece a la familia de los “ratones verdes” que han hecho famosos algunos cronistas deportivos, para referirse a jugadores de futbol que se espantan ante cualquier rival y corren sin sentido, con ánimo derrotado. No es de los que se achican y mucho menos merecería ser llamado “ratoncito”.
Sin llegar a rata, que es de mucho mayor tamaño, el ratón protagonista de esta historia es robusto, perverso, ágil, veloz, calculador, valiente, listo, cauto, retador. Ni idea de cuánto tiempo lo tuve de huésped. Jamás lo vi moverse durante el día. En la cocina todo parecía normal, en orden.
Hay dos puertas de cristal reforzadas con hierro en forma cuadriculada hacia reducido jardín. En ocasiones se abren para alargar o hacer crecer el espacio donde se desayuna y guisa. Por años, para cuidar que no entrara ningún insecto o animal, taponeé con tira de alfombra el resquicio de las puertas. Todo iba bien hasta que mi esposa observó que había un orificio en uno de los extremos. No le di importancia.
Pasaron varias semanas. Después de nuevo aviso conyugal, busqué pequeño pedazo de alfombra para cerrar la abertura. Al día siguiente, otra vez el agujero. Raro para mi. ¿Quién lo quitó? ¿Sería el aire? ¿Sería un ratón? Las preguntas que me hice. Empecé a revisar el espacio interior. Con una vara hurgué debajo del refrigerador. ¡Sorpresa! Saqué un limpio hueso de pollo, pedazo de cascarón, cáscara de fruta y migaja de pan.
Conclusión: hay ratón en casa. Vive feliz, no es molestado. Se desplaza por las noches, cuando ya están apagadas las luces y no hay movimiento humano en la cocina. Come bien. Guarda sus reservas en la angosta parte inferior del frigorífico. Alarma casera. Mayor protección para los alimentos, embolsar por la noche la basura. Limpieza total.
Compra de ratonera usada, veneno para ratones y ratas. La trampa la adquirí por recomendación del velador del estacionamiento público aledaño. El mismo me la vendió. Su mejor argumento fue que había atrapado una docena de roedores. De las que encierran al animal, especie de jaula pequeña. También compré veneno, pero nunca abrí la caja. Me atemorizó su instructivo. Al final la regresé a la ferretería donde la había comprado. No me devolvieron dinero, acepté la “catafixia chabelera” por otro producto.
La trampa no funcionó. Nunca entró el ratón. Reforcé la tira de alfombra. La roía. Nada parecía detenerlo. El colmo de su osadía. El reto. Una noche lo esperé pegado a la puerta. Lo vi pasearse. Yo del lado de la cocina. El ratón del lado del jardín. No se asustó ni corrió. Se detuvo frente a mis pies. Intercambiamos miradas, asomó la sonrisa por su hocico puntiagudo. Al menos esa fue mi percepción. Se está burlando. Pasó al lado de la trampa. Se marchó en el momento en que lo decidió. Esperaría a que me fuera a dormir para volver a incursionar en la cocina. Listo. A la mañana siguiente encontraba excremento en el piso.
¿Qué hacer con un roedor cínico, que sabía burlar la trampa y reírse de su víctima? ¿Cómo evitar la sustracción de las sobras de alimentos? Mi esposa vio una rata en la barda del edificio vecino. También camiones de redilas del gobierno de la Ciudad de México (CDMX) en el estacionamiento público, de los que utilizan para recoger hojarasca de los parques. De inmediato dedujo que en ese transporte habían llegado los roedores, entre hojas y basura. El vigilante me aseguró que sólo 15 días más estarían ahí los camiones.
El problema seguía, el ratón dedicado al robo de restos de comida, aunque ya nada encontraba, por la operación limpieza. De cualquier manera entraba a la casa, que era como su casa. La tira de alfombra no era obstáculo. La roía con facilidad. Deshilaba un tramo para hacer el orificio, en minutos.
“Veneno no le ponga, porque luego desconoce el sitio donde muere y se entera cuando empieza el hedor, la putrefacción. Lo mejor son las placas de pegamento”. La recomendación del “viene, viene” de la calle, que ahora la hace de “milusos” porque su antiguo negocio quebró con los parquímetros. Hacía la sugerencia basado en su experiencia. Trabaja de conserje en un edificio habitacional y es el método que ha utilizado para deshacerse de roedores.
Compré las placas de pegamento, dos en la caja. Leí instructivo: “póngalas por donde crea que transitan las ratas o ratones. Una vez que el roedor se haya pegado en una, utilice la otra para ponerla encima.
En la puerta coloque las placas, separadas. Me fui a dormir tranquilo, con la ilusión de que esta vez no escaparía el ladrón de cuatro patas. Así fue. Apenas clareó, caminé hacia la cocina.
Revise las placas. Una estaba volteada. Se movía. Me acerqué con sigilo. Descubrí que ahí estaba el ratón, dando la batalla, tratando de despegarse. Tomé la vara para golpear la placa. Chillido escalofriante. Me acordé de las películas en la que los malos se torturan entre ellos y uno vocifera: “chilló como rata”, por el dolor y muerte causada al otro.
Otro varazo, otro chillido y el ratón dejó de moverse. Había llegado su fin. Lo eché en una bolsa y se lo di al camión recolector de basura. Inspeccioné la cocina. Me pareció que lo sucedido produjo una estampida, porque vi más de un orificio en la tira de alfombra. Quizás había más de un ratón. No lo se. Solo vi uno. Hay un dicho que dice “muerto el perro, se acabó la rabia”. Aquí era un ratón. Una vez atrapado, se acabaron los hurtos y el cinismo del perpetrador.
¿Y si le ponemos trampas de pegamento a los ratones y ratas de dos patas?
El ratón cínico
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