Entró como un rayo a su casa, sin la menor intención para detenerse a responder preguntas sobre qué futuro tenía su trabajo; marcado el entrecejo, la cara a punto de la parálisis y los ojos, sin parpadear, como si quisieran ver hacia sus adentros, para no toparse con ninguna mirada en el camino. Gesto de enojo, señal de que su mundo había dejado de ser feliz.
Días antes, cuanto empezó la emergencia por el Coronavirus y autoridades hicieron un llamado para que empresas no despidieran ni bajaran sueldos, Emilio estaba contento.
La empresa, pequeña, diseñadora de camisetas, con número de empleados que se contaban con los dedos, como muchas otras de su tamaño, estaba obligada a cerrar por disposición oficial. Lo hizo de inmediato y a los trabajadores los mandó a su casa, a la sana distancia. Les garantizó que tendrían asegurado el pago del mes, sin descuento alguno.
Emilio, empleado modelo, por responsabilidad, empeño y eficiencia, tenía ganada la confianza de sus patrones. Lo habían hecho supervisor. No faltaba al trabajo por ningún concepto. Puntual y dedicado. Llueva o truene. Por su sentido del deber, haría lo mismo si temblara.
A pesar de su edad, joven, por ese afán de cumplir, hasta canceló sus festividades de fin de semana. Trabajaba sábados y domingos. Prácticamente toda la semana, un día de descanso. 10 horas diarias. Intenso. Ingreso de once mil pesos, sin seguro social ni prestación extraordinaria.
Gastaba en su persona, en sus gustos alimenticios chatarreros, teléfono, ropa de marca y en sus zapatos. Más que suficiente para financiarse. Vive con sus padres, así que no tiene que pagar agua, luz, gas ni renta. Tampoco las tres comidas diarias ni la ocasional pizza, solicitada a domicilio.
Estaba ilusionado porque la empresa quería hacerlo socio, con una modesta inversión que pagaría con su trabajo. Hacía planes, revisaba los pasos a dar para el cumplimiento fiscal, solicitaba asesoría de su familia para asegurarse de que todo estuviera en orden, sin sorpresas para nadie. A punto de aterrizar el plan, se atravesó el Coronavirus.
Apenas había transcurrido la quincena cuando le llamaron para reiterarle que la empresa cumpliría con la mensualidad, pero nada más, porque había decidido cerrar ante inminente quiebra. El patrón ofreció indemnizarlo, siempre y cuando vendiera sus insumos, las computadoras con que operaba.
Emilio pronto se dio cuenta que no obtendría ni un centavo más. Consideró la posibilidad de una demanda laboral. Hizo cuentas. También puso sobre la mesa el desempeño de la autoridad para resolver estos conflictos. Llegó a la conclusión de que la justicia en México no es ni pronta ni expedita.
Optó por cerrar este capítulo, revisar otras alternativas, esperar a que pase el impacto de la pandemia.
El día que llegó a su casa, convencido de que la pequeña empresa estaba tronada y que no le daría un centavo más, con su rabia contenida, sin poderla disimular en la cara, se encerró en su cuarto, a digerir la mohína, en silencio.
A la hora de la comida, salió de su cuarto, para averiguar que había preparado su mamá. Había relajado su semblante. Dibujó una sonrisa. Tenía la certeza, al menos, de que no faltarían alimento ni un lugar donde dormir. Y la esperanza, por el anuncio institucional de que se crearán miles de empleos una vez que pase la emergencia.
La cara del desempleado
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