Sonidos y silencios de La Nápoles

Ciudad de México
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Llegó a tal punto el silencio por el confinamiento y pandemia que fue posible escuchar el aleteo del colibrí. Iba de un lado a otro, inquieto, hiperactivo. Pronto se detuvo frente a la ventana, unos segundos. Maravillosa incursión de la pequeña ave. Perceptible el sonido de sus alas moviéndose en el aire como si fuera un dron o un helicóptero.
El virus, el encierro voluntario para muchos y obligado para otros, propiciaron la sinfonía de sonidos de la naturaleza en selva urbana de ladrillo y cemento. Hojas y ramas agitadas por el vuelo y brinco de ardillas que ahora tienen como segundo piso o supercarretera la maraña de cables que cuelgan por todos lados.
Nítido el canto de las aves para recibir el nuevo día, de los pajarillos y de las palomas, sincronizado, respetando el tiempo y el ritmo, como si tuvieran metrónomo o medidor musical a la vista.
Los zumbidos de la mosca y el mosco, el coro de grillos nocturnos, la corriente de aire, la caída de agua de la llave, la regadera en el baño. Extender sabanas y colchas de la cama, también tiene su sonido. El tallado en el lavado de platos y vasos, los cubiertos, el abrir y cerrar de puertas, de ventanas. Los timbres de la puerta y el teléfono. Todo mucho más perceptible. Sonidos antes opacados o perdidos por el ajetreo cotidiano, el tránsito vehicular, la sirena de una patrulla, ambulancia o carro de bomberos.
Oídos agradecidos por la disminución del ruido de la calle, de los camiones, de las obras de construcción y de los vendedores que vocean sus productos por toda la ciudad. El que compra artículos eléctricos desahuciados o muebles desvencijados. Los expendedores de tamales y plátanos. El silbato del afilador de cuchillos y tijeras, la campana del camión recolector de basura, el claxonazo del triciclo del vendedor de pan matutino.
El confinamiento o encierro tuvo esa virtud en las primeras semanas de la pandemia. Y en vez del acostumbrado ruido, proliferaron por las calles músicos y grupos musicales. La tradicional marimba. El tierno sonido del saxofón, la potencia de la trompeta. El tradicional organillero. La música al pie de tu ventana, ejecutada por quienes esperaban a cambio una cuantas monedas, para comprar comida.
Quedarse en casa para cuidar salud y evitar contagio, también significó pérdida de empleo y la depreciación del ingreso familiar, cierre de negocios. Estrés de humanos y mascotas. El lastimero llanto del perro o el ladrido de protesta por el encierro.
Lo peor, lo que no tiene remedio, la muerte. La tragedia monumental de la que ningún país se ha escapado. Nadie anticipó ni imaginó el poder demoledor del Covid-19.
Alarma de vecinos porque empezó a operar clínica para atender enfermos de Covid en la colonia. Quejas multiplicadas. No pasó del susto y miedo. La muerte no se detuvo, siguió su camino.
Ha sido tan largo el viacrucis del siglo XXI que las ansias de volver a la “normalidad”, al ruido, las fiestas, a los reventones, paseos de fin de semana, la ida al cine o teatro, comer en restaurantes, visitar barrios tradicionales, pueblos mágicos o centros turísticos playeros como Acapulco o simplemente caminar por las calles, ayudan a perderle miedo al mortífero virus.
No se puede tener todo en la vida, no hay ciudades mágicas ni perfectas, más pronto que tarde regresarán congestionamientos, la contaminación, el estacionamiento en doble fila, el ruido, la competencia de microbuseros, mentadas maternas entre conductores, horas pico en el transporte público, marchas y plantones, lo “normal” de la zona metropolitana.
La pandemia ha tenido el poder de matar gente, pero no de extirpar vicios en comportamientos cotidianos.

Arturo Zárate Vite

 

 

Es licenciado en periodismo, egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, con mención honorífica. Se ha desempeñado en diversos medios, entre ellos, La Opinión (Poza Rica, Veracruz) Radio Mil, Canal 13, El Nacional, La Afición y el Universal. Más de dos décadas de experiencia, especializado en la información y análisis político. Ejerce el periodismo desde los 16 años de edad.

Premio Nacional de Transparencia otorgado por la Secretaría de la Función Pública, IFE, Consejo de la Comunicación, Consejo Ciudadano por la Transparencia e Instituto Mexicano de la Radio. Su recurso para la protección de los derechos políticos electorales del ciudadano logra tesis relevante en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, con el fin de conocer los sueldos de los dirigentes nacionales de los partidos.

Además, ha sido asesor de la Dirección General del Canal Judicial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y Coordinador General de Comunicación y Proyectos de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Es autor del libro ¿Por qué se enredó la elección de 2006, editado por Miguel Ángel Porrúa.

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