Cultura
El Palacio del Conde de San Bartolomé de Xala se empezó a construir hasta que se pudo resolver su problema jurídico….
Hace más de 250 años, en el siglo XVIII, los vecinos protestaron y acudieron ante autoridades para tratar de impedir su construcción.
Estaban inconformes con la altura del Palacio. En 1763, cualquier inmueble de tres pisos ya era muy alto.
Las inconformes, las monjas Capuchinas, no estaban de acuerdo porque temían perder privacidad.
El Palacio del Conde de San Bartolomé de Xala se construiría al lado de su convento. Daban por hecho que desde lo alto las iban a mirar o espiar.
Las monjas Capuchinas perdieron la batalla legal y empezó a levantarse el Palacio del Conde de San Bartolomé de Xala, de tres pisos. Era lo más alto de la mayoría de las construcciones que le dieron fama a la Ciudad de México, de ser la ciudad de los palacios.
Las monjas tuvieron que resignarse y tolerar el palacio al lado de su convento, en la calle Venustiano Carranza 73 en el Centro Histórico, a dos cuadras del Zócalo.
Lo que les platicamos fue tomado de la versión de varios historiadores. Principalmente de los textos de Ángeles González Gamio.
El palacio lo mandó a construir Manuel Rodríguez Saénz de Pedroso, Conde de San Bartolomé de Xala, título nobiliario que le otorgó el Rey de España Fernando VI.
El Palacio del Conde de San Bartolomé de Xala fue construido en dos años. Fachada labrada en cantera, resaltado el estilo churrigueresco. Solo uno de sus ocho balcones conserva angelitos que adornan sus costados, los demás se perdieron por el deterioro que ocasiona el paso del tiempo, sobre todo cuando se carece de mantenimiento.
La escalera interior tiene a la mitad sobre su barandal una escultura de piedra que representaba a la servidumbre. Originalmente estaba pintada de negro. En la restauración le dieron la coloración del barro.
En su arco principal, que va de pared a pared, a lo ancho del palacio, están inscritos la fecha de construcción y el nombre del dueño.
El Palacio del Conde de San Bartolomé de Xala se significó por la fastuosidad de sus fiestas. Fue centro de reunión de la aristocracia virreinal.
Ahí se casó la hija del Conde San Bartolomé de Xala y heredó de su padre el palacio.
A partir del siglo XIX el palacio comenzó a cambiar de dueño, los espacios que se habían utilizado en su origen como vestíbulo, cocheras y caballerizas fueron habilitados como bodegas, fondas y cocinas.
Por la falta de mantenimiento el palacio estuvo a punto de terminar en ruinas.
Para su fortuna, autoridades de la ciudad y empresarios encabezados por Carlos Slim convinieron en rescatar el Centro Histórico y en el rescate se incluyó el Palacio del Conde de San Bartolomé de Xala. En la actualidad puede ser visitado por el público, puede hasta tomarse un café en el lugar o adquirir un libro.Es la historia del Palacio del Conde de San Bartolomé de Xala. Sus interiores conquistan a cualquiera y te vas a sorprender porque dentro de ese palacio del siglo XVIII hay ahora hasta un elevador.
Te quedas sin habla al ver la obra monumental del siglo XVI. Cae la baba al recorrerla con la mirada, por su altura y longitud, por los acabados, intactos, como si hubieran sido colocados el día anterior. Construida por un puñado de indígenas, encabezados por el padre franciscano Francisco de Tembleque.
Sales de la carretera y entras a un camino improvisado de terracería, desdibujado por el poco uso. Apenas descubres el monumento a medio kilómetro y no das crédito a las dimensiones. Impresionante. Quieres bajarte de inmediato de la camioneta, admirarlo y tomarle fotos. Ansías subirte y caminarlo, pero pronto desistes al leer el anuncio que lo prohíbe.
Majestuoso el acueducto, tiene el nombre del misionero. Lo levantó en 17 años. La historia dice que con la ayuda de 400 indígenas. Un espacio que parece abandonado, olvidado. ¿Y dónde está el turismo? Nadie. Ni un alma a la vista. Ante el tamaño de obra que desde el 2015 es patrimonio de la humanidad, declarado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), esperaba ver mucha gente. Desolado, al menos donde está la arquería mayor, casi mil metros. Vigilante silencioso la vía del tren que cruza bajo uno de los arcos.
En cualquier país desarrollado, estaría convertido en un emporio, atractivo turístico, arquitectura monumental, en beneficio de lugareños y arcas nacionales. Es el acueducto de Tembleque, que comunica a Zempoala (Hidalgo) con Otumba (Estado de México). Longitud de 48 kilómetros. 904 metros de arquería visible y la altura de 38.75 metros.
Construido en el virreinato de la Nueva España. La obra más importante de América en ese siglo, planeada y dirigida por el fraile franciscano Francisco de Tembleque. Han pasado vario siglos y prácticamente sigue intacta. Hoy es propiedad federal, patrimonio de la humanidad. La zona del monumento enfrenta construcciones irregulares y el robo del agua que recibía el acueducto. En la disputa por el agua, ha sido destruida mampostería medieval.
Increíble el desperdicio y el abuso. No saber sacarle el mejor provecho y en su lugar tolerar la invasión irregular en la zona, el robo de agua de los manantiales del llamado cráter de Tecajete, que abastecían el acueducto. Imperdonable el desdén de las autoridades culturales. Tembleque es una maravilla como son los acueductos de Segovia en España, Pont du Gard en Francia, Santa Clara en Portugal y Ponte delle Torri en Italia.
Todavía no termino de babear al recordar la visita al Acueducto del Padre Tembleque, admirable obra del siglo XVI, arquitectura extraordinaria, monumento mexicano, en espera de que el mundo lo proteja y conozca.
Eran las 2:30 horas de la madrugada cuando el maestro Ariosto Otero, subido en el andamio, pintaba el mural en la construcción del nuevo edificio municipal de Coacalco, estado de México. A esa hora estaba prácticamente solo. El overol puesto.
Brochas y pinceles a la mano. Echa el cuerpo hacia atrás para una mejor vista de la obra. Resbala y pierde el equilibrio. Empieza a caer. Más de dos metros de altura. Saltan los botes de pintura y chorros caen en el mural. Estira los brazos en busca de sujetarse de lo que fuera. Alcanza las tijeras del propio andamio. Queda colgado. Logra deslizarse y desciende.
Lo primero que hace es correr hacia la llave de agua, toma dos cubetas, las llena, regresa para aventarla y quitar la pintura derramada.
No se detiene a ver si hay golpes en su cuerpo. Tampoco sentía dolor ni le importaban las manchas en su ropa. Limpiar el mural era la prioridad.
La iluminación, escasa en su entorno. Camina hacia el baño. Cae en la cisterna que estaba destapada. Se hunde en el agua. Reacciona y se impulsa para flotar. Respira profundo. Sujetado de la orilla, empieza a salir. Manchado y empapado de agua.
Noche desafortunada y afortunada. Caídas inesperadas pero en ningún caso el mínimo rasguño. ¿Milagro? Decide sentarse y descansar en la escalera del inmueble. Las lágrimas escurren por su rostro.
Alcanzaba a escuchar la música que venía de la explanada del ayuntamiento, escenario de la feria del pueblo. Absorto, observa que la puerta principal es abierta. Aparece la figura de un amigo, con botella de cognac en una mano y en la otra un elote.
-Mira lo que te traje- le dice.
Ariosto suelta la risa.
El amargo momento, la mala noche, termina, cuenta a su amigo lo sucedido y vuelve a subirse al andamio, a seguir su mural.
Ariosto Otero, artista que conozco desde hace más de tres décadas. No nos vemos cada día ni cada semana, tampoco cada mes y a veces no llegamos a coincidir ni en un año. Sin embargo, la comunicación existe gracias a las benditas redes, los mensajes periódicos.
Invariablemente, cada vez que nos encontramos, trae un proyecto bajo el brazo. Es su vida el muralismo. Artista apasionado, habla con emoción de sus planes. Ve cerca su sueño, que México tenga escuela y museo del muralismo. Ha luchado décadas por convertirlo en realidad.
Hiperactivo, dibuja, habla por teléfono y conversa con su entrevistador al mismo tiempo. No me sorprende, es su estilo. El encuentro en Sanborns “La Bombilla” de la ciudad de México.
Ahí sobre la mesa, en hoja blanca, con la pluma prestada por la mesera, dibuja lo que representa para él la acción del gobierno contra el huachicoleo. Hace la figura de un hombre con casco. La mano derecha estirada, señala con el dedo índice. La izquierda es una garra. Concluye que fue un “zarpazo”; con sigilo, como lo haría cualquier animal felino, hasta atrapar a su presa.
Sabe que las palabras pueden tener consecuencias. Recuerda la vez que un medio publicó en primera plana que había hecho el mural que se encuentra en el antiguo ayuntamiento de la Ciudad de México para exhibir y cuestionar la actuación de gobernante veracruzano. Lo difundido no correspondía a la verdad. El periodista había hecho su propia interpretación.
Ariosto es hombre feliz. Se ve y lo manifiesta de esa manera. No guarda rencores. Ríe con facilidad. No cree tener enemigos. Y si alguien no lo quiere, no es su problema, sino del otro que lo rechaza.
Su vocación es servir y busca hacerlo: servir a su país. Le invade la impotencia y tristeza cuando no puede. Desde hace más de tres décadas, busca la construcción de la escuela y museo del muralismo.
Había fila en el palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México para escuchar la poesía de Jaime Sabines. Dos horas antes, gente formada para entrar a la sala Manuel M. Ponce, al menos una veintena.
Y no solo era gente adulta o de la tercera edad, había más jóvenes, hombres y mujeres, ávidos del verso chiapaneco. La poesía no discrimina. “Los Amorosos”, “El Peatón”, “Así es”, “Te quiero a las 10 de la mañana”, “Tía Chofi”, “No es que muera de amor” y las cartas a Josefa “Chepita”, su madre, parte del repertorio.
En el 20 aniversario de su fallecimiento. La sala estaba llena. Cuando la coordinadora del evento, solicitó 5 personas para que también leyeran poemas de Sabines, no crean que nadie se movió de su asiento. Por el contrario, más de una docena lo había hecho y presurosos iban hacia la presentadora para anotarse. Nada más cinco aceptarían. Una de ellas, jovencita aproximadamente de 15 años. Con un gozo en su rostro como cuando corren cientos para acercarse a estrellas del espectáculo. Había asistido acompañada de su padre, lo dijo en su turno, antes de leer “El Peatón”.
Todos los que subieron al escenario leyeron con una entonación y pulcritud impecable, con emoción, sin perturbarse en ningún momento, sin tropezarse con las palabras.
Pilar Jiménez Trejo, la autora del libro “Jaime Sabines: Apuntes para una biografía” estaba feliz, inocultable en su cara. Sonreía, desde que entró al vestíbulo del palacio, al ver larga fila de interesados en escuchar poesía. Iba acompañada de su hijo Sebastián. El calor los hizo tomarse un refresco, antes de ingresar a la sala. A unos pasos de la puerta ya estaba instalada la mesa de libros sobre Sabines. Pilar compró uno suyo. “¿Por qué lo compras?”, preguntó una de sus amigas. “La editorial me los da hasta mañana”, respondió.
Contenta, repartiendo sonrisas. La esperaban para una entrevista con el canal cultural 22. Puesta para hablar de Sabines. Lo conoce tanto. Ella misma abrió el evento con una semblanza del chiapaneco.
Ocupé lugar en primera fila, al centro, frente al micrófono. Al lado se había sentado Florentina González Alanís. Viajó desde Ciudad Victoria, Tamaulipas, el estado al que tanta cultura le hace falta para vencer la violencia. Invitada por Pilar. Sería una de las lectoras. Con libro en mano repasaba la poesía. Se levantó para ir al camerino, junto con los demás lectores. Me había encargado tomarle video. Pronto descubrí que la batería de mi teléfono estaba baja e hizo imposible cumplir con la encomienda. Ella leyó “Tía Chofi”.
Le siguió el poeta Fernando Rivera Calderón, quien no solo sabe leer sino también cantar y tocar la guitarra. Tuvo la suerte de conocer a Sabines. Contó una deliciosa y chusca anécdota. El relato del primer encuentro de Sabines con Pablo Neruda. La puerta de la casa estaba abierta y descubrió a Neruda en su tina, bañándose, en un ambiente vaporoso. Por eso la recomendación de Anuar de que a los poetas nunca hay que verlos en su desnudez, porque el físico a veces no es precisamente estético.
Poco más de 60 minutos de lectura de poesía. Bien concertada.
Cuando Pilar cerró el acto y agradeció la asistencia, la verdad, parecía que apenas era el aperitivo; el comienzo y no el final, por lo emotivo.
Reconforta saber lo que provoca la poesía de Jaime Sabines. Si él supiera, donde quiera que se encuentre, cómo es amada por los jóvenes, no solo por los adultos, testimonio de su inmortalidad.
Es el tren de la vida y la muerte, la máquina de la esperanza para quienes deciden ir sobre su lomo con destino a la frontera norte, a los Estados Unidos. Le llaman “La Bestia”. Muchos se han quedado en el camino o han perdido alguna de sus extremidades al caer sobre la vías y quedar indefensos ante el imponente ferrocarril.
Historia negra de la humanidad plasmada en una maqueta por el escultor y pintor Gabriel Macotela. Modelo a escala de ciudad ennegrecida por la contaminación, oscura, apenas iluminada por tres o cuatro faroles. Lúgubres edificios. La ciudad rodeada por la vía. El tren eléctrico hace su recorrido, pasa por dos túneles. Solo le falta sonar su silbato. Para un niño sería extraordinario contar con ese escenario y el trenecito. Para un adulto, aficionado a los trenes, sería un lujo tenerlo de esa manera en la sala de juegos de la casa.
Para Don Gabriel, resultó divertido construir la maqueta, pero al final hay una expresión de pesar y dolor, porque el mensaje del artista refleja el sufrimiento de los indocumentados. Es su manera de contribuir a que el problema encuentre salida, hacer conciencia de la gravedad.
Frente amplia por el paso del tiempo, bigote y barbas encanecidos, lentes que no ocultan su mirada. Camina de un lado a otro en la Galería Hispánica Contemporánea de la colonia Condesa en la Ciudad de México. Se pasea entre sus pinturas, dibujos y esculturas. La cereza del pastel es la maqueta y es la que atrae más miradas de interesados en su arte. Se queda corta su oratoria, la emoción atora sus palabras de agradecimiento.
Deja que el poeta Mardonio Carballo hable de la maqueta como sabe hacerlo, con poesía, dedicada al amigo que admira:
“En esta ciudad de hollín nada es lo que parece.
Las almas de los muertos se oxidan y se alojan en las calles.
Grafitis sin autor.
Sombras –solo sombras- cruzan los rieles, los durmientes.
Por aquí.
Por allá.
Nadie va a ningún lado.
Nadie va a ningún sitio.
Anhelos que se frustran al encontrarse con la luz.
En esta ciudad pasa un tren que no va a ninguna parte.
Loop. Metáfora. Destino.
Loop. Metáfora. Destino.
Loop. Metáfora. Destino”.
Hay lleno en la galería, al menos en los dos niveles que ocupan la obra de Gabriel Macotela. El maestro no termina de saludar. Presume la música grabada de Vicente Rojo Cama. El equipo de sonido es diseño suyo, con bulbos a la vista, del tamaño que usaban los antiguos aparatos eléctricos. La música suena tétrica, parece por momentos mezcla de fierros que chocan. Ambienta la ciudad a escala reducida por el arte de Don Gabriel.
En las paredes sus pinturas, pedestales que cargan esculturas, dibujos que descansan sobre una mesa. Trazos que dan nombre a su exposición “Personajes sin rostro y paisajes de ellos”.
Gabriel Macotela, artista jalisciense, con cuatro décadas dedicadas al arte. Efusividad discreta, medida; rodeado de su obra y amigos, mientras “La Bestia” no deja de darle vueltas a la fantasmal ciudad, sin destino alguno como diría el poeta Mardonio Carballo.