Quirino apenas tenía cinco años, inquieto como todos los de su edad. Travieso, osado, atrevido. Con una sonrisa que encantaba a los adultos dispuestos a ceder en sus exigencias, en sus juegos.
La época de los ochentas, todavía no llegaba el furor del Internet, ni del Facebook ni del twitter. En ese entonces, lo que dominaba a los niños era la pelota, patearla, meter gol, imaginar su juego.
Sus padres lo dejaron en la casa de la abuela. Como todas o casi todas, feliz con su nieto. No tardó mucho en darle una pelota.
La casa era pequeña. En la entrada un zaguán, espacio de metro y medio por cuatro metros, que se reducía porque estaba flanqueado de macetas con plantas diversas. El ornato colorido para recibir a las visitas.
Empezó a jugar.
También ahí vivía una tía, con el carácter gruñón, divorciada y la pena de que su única hija falleció por extraña enfermedad a los 20 años.
De inmediato su grito aterrador de advertencia: “¡Va a romper las macetas!”
Quirino se contuvo por un momento, pausa al juego. Le entró miedo. Había visto el rostro amenazante de su tía.
Sin embargo, el grito complaciente de la abuela lo animó a seguir su partido imaginario, con sus adversarios fantasmas.
¡Déjalo que juegue, es un niño –fue la reacción de su abuela acompañada de una sonrisa para su nieto.
Fue la luz verde.
La pelota rebotaba por todos lados, hasta que le atinó a una maceta y la rompió.
Silencio absoluto.
La tía se asomó al zaguán recordando su advertencia.
Quirino estaba más que asustado, temía peor. No había forma de reparar la maceta. Se aceleró su corazón.
Justo cuando la tía se le acercaba, apareció la abuela con una escoba, un recogedor y una sonrisa protectora.
Respiró.
La tía dio marcha atrás, media vuelta, no sin antes exigir que el pequeño levantara lo destrozado.
Su abuela volvió a sonreírle e hizo la limpieza.
Consentidora con su nieto, le dio un beso.
El recobró la calma, la abrazó y le devolvió la pelota.
Ese día era 14 de febrero.
El día que se rompió la maceta
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