Hay una irritación de un sector de la sociedad, no sólo de México, sino de diversas partes del mundo, que se ha recrudecido, radicalizado, producto de una inconformidad propia pero también atizada por agentes interesados en abanderar causas en su beneficio personal.
Es un malestar que se explica cuando se reducen las oportunidades para tener calidad de vida y necesidades básicas garantizadas. Surgen expresiones de protesta, reclamos, plantones, cierres de calles, toma de planteles escolares y casetas en autopistas.
Descontento que se da en un sistema democrático, que permite esas libertades y en algunos casos excesos. Por eso nadie está pensando en cambiar ese sistema, por la apertura social que representa. Nada más hay que ver lo que está sucediendo en las redes sociales para darnos cuenta de la inexistencia de límites a las mentadas maternales y demás palabrería agresiva. Manifestaciones en escenarios democráticos.
Lo que hace falta, como dice el sociólogo Gilles Lipovetsky en el libro la Sociedad de la Decepción, es una “transformación cultural que revalorice las prioridades de la vida y la jerarquía de los objetivos”.
No es una tarea sencilla ni de resultados inmediatos. De largo plazo, con acciones concretas y de consenso, requiere mejorar la educación. Es fundamental la calidad educativa.
En el caso de México la misión se vuelve compleja por el comportamiento de personajes, en los diferentes sectores, que sólo se esmeran en satisfacer sus intereses.
Únicamente la muerte no tiene solución. Nuestro país tiene salida. Le urge mantenimiento y ajuste a su operación. Adecuar reglas y abrir oportunidades, cambiar los odios por los consensos.
El siguiente paso es mejorar la calidad de vida, de todos.
Cambiar odio por acuerdo
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