Nada que ver con la “Puerta Negra” interpretada por los Tigres de Norte, ni con la “Puerta de Alcalá” de España, ni la “Puerta de Brandeburgo” en Alemania, ni la “Puerta de la Ciudad Prohibida” en China, ni la “Puerta de Verona”, en Italia, ni la “Puerta Turban” en Marruecos. No tiene nada que ver con ninguna puerta famosa en el mundo.
La lección de vida es sobre la “Puerta Abierta”, que de no haberla conocido, diría que nunca existió. Impensable ahora que la puerta de cualquier casa en la Ciudad de México o en cualquier estado del país, se pueda dejar abierta, de par en par, día y noche.
Hace 50 años, la puerta de mi casa se mantenía abierta las 24 horas. Seguro que no era una práctica exclusiva de una ciudad o municipio. Otro México, sin violencia, sin inseguridad, cuando los niños jugaban en la calle o los jóvenes se iban de fiesta por la noche sin temor a que no regresaran o fueran víctimas de la delincuencia.
La puerta de la casa se podía dejar abierta al irse a dormir, sobre todo en las zonas cálidas. También cuando llegaba el día de la visita de Santa Claus, con la esperanza de verlo entrar con regalos. O el seis de enero con el anunciado arribo de los Reyes Magos.
Esta historia es real aunque a los “millennials” pudiera parecer de ciencia ficción. Soy testigo y protagonista. La viví en mi niñez. La puerta de la casa permanecía abierta. Nunca tuve miedo. Lección de vida producto de una convivencia social que se ha ido de México y que muchos quisieran ver de regreso pero no se encuentra la forma de lograrlo.
La puerta se quedaba abierta por el calor, con la ilusión de que corriera viento fresco. Sentía que estaba en un horno. Había que dormir en el piso. Así de intensas las altas temperaturas en Veracruz, donde al igual que en muchas partes del país, manda la delincuencia.
Jamás pensé que por esa “Puerta Abierta” entraría un delincuente o alguien que atentara contra la paz y tranquilidad. Ansiaba ver ingresar la noche del 25 de diciembre a Santa Claus con su bolsón cargado de regalos. Mantenía los ojos bien abiertos, trataba de sorprender al gordillo y me tapaba hasta la cabeza para que no se diera cuenta si estaba despierto o dormido. Listo para destaparme al primer ruido. Nada. Nunca lo vi. Terminaba por vencerme el sueño. Al día siguiente la felicidad de encontrar los juguetes en el árbol navideño y el comentario de los padres de que habían sido depositados en ese lugar por el señor de la barba blanca, justo cuando estaba dormido. Lo mismo sucedía el seis de enero. A pesar de hacer guardia nocturna varias horas, nunca vi a los Reyes Magos y mucho menos a los animales en que se transportaban.
Tampoco recuerdo que algún intruso, por curiosidad, se haya asomado para ver que había en el interior de la casa. Acceder era fácil, no había cerca o barda, tampoco alambre de púas ni videocámaras. Tiempos de seguridad y respeto. Los casos de robos eran excepcionales. Nunca tuvimos esa clase de visitas. Tampoco supe que los vecinos las tuvieran.
Hoy sería un suicidio dejar la puerta abierta, porque no solo te pueden robar sino también acabar con tu existencia. A ese punto hemos llegado. Las estrategias para devolverle la tranquilidad a la sociedad han fallado. El problema no ha dejado de crecer.
Cada vez hay más víctimas, más impunidad y menos justicia. Es la verdad. Y los encargados de garantizar la seguridad, enredados en deliberaciones. Desconfían de la policía federal y han llegado a la conclusión de volver a echar mano de personal de las fuerzas armadas, enlistado en la llamada Guardia Nacional. El asunto debe ser muy serio porque en un principio la idea era regresarlo a los cuarteles, pero por lo visto al conocer más el tamaño del reto, hubo consenso en gobernantes de seguir utilizándolo.
Hay voces a favor y voces que no terminan de aceptar la formación de la Guardia Nacional, en particular su alcance. Mientras tanto, la delincuencia hace fiesta, su actividad impune. Al fin que los que discuten tienen recursos para protegerse y pueden prolongar su debate. ¿Y los demás? Aguantar la incertidumbre, el temor. Correr riesgos, buscar alternativas, encerrarse y no asomar ni las narices. Blindar la morada.
En lugar de “Puerta Abierta” lo que hay son edificios y casas con bardas más altas, alarmas, cámaras de seguridad, alambre eléctrico, vigilantes y, la “concertina” que cuando era niño solo veía en las series de televisión y películas de guerra, el alambre de púas en forma de espiral. A veces me pregunto. ¿Qué hacer el día que olvide la llave de la casa, la pierda o me la quiten en un robo en calle o en transporte público? ¿Cómo voy a brincar esa barda con tantos obstáculos o abrir esa puerta o doble puerta con quinientas cerraduras o candados?.
Peor cuando esté en casa o departamento y se produzca por accidente un siniestro, un incendio y no encuentre la llave para salir. Habré caído en mi propia trampa, víctima del autoblindaje.
Nada de esto podría pasar si el país, si las ciudades recuperaran la seguridad. A estas alturas, ya no aspiro a volver a dejar la puerta abierta como cuando era niño, solo dormir en paz.
Solo quiero vivir tranquilo, con la certeza de que si mis hijos andan en calle en la diversión, no corren el riesgo de que se les atraviese una arma blanca o una arma de fuego.
Puerta abierta y Guardia Nacional
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