Aquí sigo, entre cuatro paredes. Identificó a la distancia la voz de una niña, rompe el silencio de la calle. Juguetona, divertida, risas en cuarentena, inocencia que no teme al Coronavirus. Solo ella entre vecinos de 6 edificios, de cinco y siete niveles. ¿Qué no hay más niños y niñas? Imagino que deben estar ocupados y comunicados a través de las redes, de sus teléfonos, así deben jugar.
Recuerdo que no hace mucho escuché a un pequeño extrovertido en reunión familiar que de esa manera se entretenía después de clases y hacer la tarea en casa. Presumía que podía seleccionar con quienes jugaría y a quienes no invitaría en esta especie de videoconferencias que ahora han descubierto los adultos en instancias oficiales.
En mejores tiempos eran días de preparativos para la celebración del Día del Niño el 30 de abril. Hay que decir del niño y la niña, porque así mandan los nuevos cánones sociales, la equidad de género. Hoy están en casa, sin poder ir a la escuela, por orden de autoridades educativas y de salud, para cuidarlos y cuidarnos, para evitar la expansión del virus.
Como no puedo ver qué hacen más niños y niñas en casas o al menos escucharlos, ni se si están entretenidos con videojuegos o con clases por Internet, registro nada más la voz de la niña, es lo que me consta, en el conjunto habitacional. A la hora de la comida mi hijo asegura que ahí viven una niña y un niño, que son los que juegan y ríen, que son los que escuchamos mañanas y tardes, en su recreo, sin la preocupación que cargan los mayores, los de la tercera edad. A los infantes el Coronavirus parece guardarles respeto, no se ha metido con ellos como lo ha hecho con los adultos.
Cero preparativos para acostumbrados festejos del último día del mes. Tampoco hay pregoneros o activistas alzando la voz por los derechos de los niños y niñas o el anuncio de acciones coordinadas para reforzar valores que la sociedad ha extraviado.
Agrada escuchar la voz juguetona de la niña, pero no es la única que rompe el silencio de la calle, le compiten músicos, el que toca la trompeta, el de la tambora, los marimberos y hasta el organillero, en busca de clientes que les den o avienten una moneda, porque los peatones cotidianos, por salud y recomendación de autoridad, están en sus respectivas casas.
Al menos en la calle de la Ciudad de México que tengo a la vista, los niños y las niñas no se ven, aunque hace tiempo que han dejado de salir, por la inseguridad. Ahora, ni acompañados de sus padres los veo caminar. Las escuelas, cerradas, hasta vencer al Coronavirus; mientras, aprendizaje en línea o por televisión.
Seguiré escuchando a la distancia la voz y risa de la niña, contagia.
En las noches, al mirar por la ventana, llama la atención la romería de adultos que pasean a sus mascotas. En una mano llevan la correa y en la otra el teléfono. Más de uno en conversación con su celular. En tiempos ancestrales dirían que “está loco, va hablando solo”.
Prevalece el silencio nocturno, no hay fiestas, ni serenatas ni mañanitas ni reventones de fin de semana. Es tal el silencio que hasta mi cuarto llega el sonido o ruido arrullador que hace el motor del refrigerador en la cocina.
El Silencio y los Niños
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