En su rostro la emoción de una niña. Cordialidad conquistadora. Viveza en sus ojos. Salía de misa. Había ido a dar las gracias por un año más de vida. Caminaba apresurada de regreso a casa. Feliz por su cumpleaños. Se detuvo al encontrarse con su vecino. Avisaba de su fiesta en un restaurante del sur de la ciudad de México. Invitaba. Sin ocultar su rubor al decir que cada uno de los asistentes tendría que pagar su comida. Bajaba la mirada apenada. Entendible en los tiempos de crisis.
Cuando vi por primera vez a Tony, meses atrás, enterado de esa enfermedad que a nadie se le desea, para la que todavía no encuentran vacuna, desbarató en segundos la imagen que tenía de ella. La suponía afligida o con un dejo de tristeza. Todo lo contrario, con una vitalidad de jovencita.
Ha dado las grandes batallas contra el cáncer y las va ganando, con la ayuda médica, con el apoyo de sus amigos y familia, con las bondades de la seguridad social. Sus deseos y ánimos de vivir, contagian.
Por supuesto que aceptamos la invitación.
La vi tan contenta como una niña que sabe que le esperan la piñata y el pastel, el juego, la alegría y el cariño de los que la rodean.
Era la más feliz de la fiesta, convivía con cada uno de sus invitados. Reía. Se divertía. Puesta para el pastel, para apagar la velita. Hasta para dejarse manipular por sus nietos y chocar su nariz con el chocolate.
Una veintena de comensales. En su lista de invitados había ausentes. Motivada, decía: “haré otra fiesta para que vengan los que faltan”.
Se tomaba un respiro, los festejos también cansan.
Al día siguiente estaba de nuevo en el hospital, sólo para recuperar fuerzas y volver a casa.
A ella ni en los ocho minutos finales de un partido de futbol la sorprende ni vence el cáncer. Ella tiene estrategia y se mantiene a la ofensiva, con un vigor emblemático, sin rendirse (aprendan Miguel Herrera y compañía). Un ejemplo admirable. Pronto su imagen estará en las redes sociales, porque su vida es un triunfo a seguir.
El triunfo de Tony
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