Salud
El personal de salud de nuestro país, que ha luchado contra la pandemia, tiene más que ganada la medalla “Belisario Domínguez”, que otorga el Senado a “quienes se han distinguido por su ciencia o su virtud en grado eminente como servidores de nuestra patria o de la humanidad”.
Por unanimidad los senadores de los distintos grupos parlamentarios aprobaron el reconocimiento 2020, pero hasta la fecha no se ha entregado la presea, porque no hubo consenso sobre quién directamente tendría que recibirla de manos del presidente de la República.
La oposición no aceptó que fuera entregada a Jorge Alcocer Varela, secretario de Salud, ni tampoco al subsecretario Hugo López Gatell. No son vistos como representativos del personal de salud, por las inconsistencias en la estrategia oficial contra el virus.
Según la senadora chiapaneca Sasil de León Villard, presidenta de la Comisión Medalla Belisario Domínguez, la entrega no se ha realizado porque la pandemia persiste. En su opinión, hay que esperar a que deje de ser un peligro para nuestra sociedad.
Lo cierto es que el Senado ya entregó las medallas que corresponden a este año (2021), a la maestra Ifigenia Martínez y post mortem al doctor Manuel Velasco Suárez.
El personal de salud tendrá que aguardar más tiempo, a que los senadores se pongan de acuerdo.
Si el punto que los atora es saber a quién se la deben dar, en representación del gremio médico, la respuesta la tienen en el muro de honor del Senado, donde están los nombres de todos los que la han ganado; ahí ya está la leyenda en letras doradas, al lado del año 2020: “LAS PERSONAS INTEGRANTES DEL SISTEMA NACIONAL DE SALUD”.
“Las personas integrantes” son todas, las que han participado en la lucha contra la pandemia, en hospitales públicos y privados, que seguramente han salvado cientos o miles de vidas.
Podría ser opción identificar el hospital que más atenciones ha proporcionado y dentro de ese hospital ubicar a la persona más representativa y que él o ella, acuda a recibir la medalla, acompañada de un grupo de cinco, diez o doce integrantes del sistema nacional de salud.
Lo fundamental es que cada médico, médica, enfermero, enfermera y todos los que trabajan en los espacios destinados a la atención de pacientes enfermos de Covid, sepan que la medalla ya les fue entrega y no que sigue guardada en el cajón de la presidencia de la mesa directiva, por diferencia de criterios entre los senadores.
No es justo que “las personas integrantes del sistema nacional de salud”, que merecen el reconocimiento del Senado, lo reciban mucho después. Si bien es muy probable que la medalla no cambie ni mejore la vida de cada uno, sería un aliciente recibir la distinción, la palmada en la vida que nunca sobra, en momentos de crisis y sacrificios.
La medalla, como sería de todos los integrantes del sistema nacional de salud, podría ser depositada en un sencillo monumento en el Centro Médico o en un lugar mucho más público a la vista de la población en general, para redondear el homenaje al personal médico, para que las actuales y nuevas generaciones recuerden y tengan de ejemplo el esfuerzo colectivo contra el Covid.
Es como una inyección de más vida. Cuando empiezas a sentir que se agota el tiempo, que en cualquier momento puedes irte con la muerte al mundo desconocido, vuelves a sonreír, a dejar atrás la incertidumbre.
Cancelas imágenes del contagiado y del que está en el hospital con oxígeno directo en la nariz, ya sin poder ver a nadie porque se ha convertido en transmisor mortífero.
La primera o la segunda dosis, de la vacuna que sea, porque en estos trances lo que importa es que sea efectiva, impacta para bien en la protección y blindaje del organismo, también en la mente. Baño de optimismo para el pensamiento. Renace la esperanza por alcanzar metas, cumplir planes y no quedarse en el intento.
Recuerda la película de ciencia ficción “In Time” (2011) del director norteamericano Andrew Niccol, donde reloj tatuado en el brazo, con cuenta regresiva, indica lo que resta de vida. Y si no vas al módulo para que aumenten horas, días, semanas meses o años, se agota el tiempo, se apaga tu luz para siempre. Analogía válida ante la pandemia mundial. En la ruleta de la vida y la muerte, porque hasta la fecha, en ningún país del planeta, hay suficientes dosis para todos.
Hay a quienes no les importa la cuenta regresiva ni creen en la existencia del virus, hasta que les toca.
Para los que están conscientes de la dimensión del mal, entran en una ansiedad que nunca antes habían imaginado, por la vacuna. Suspiran por la pronta inmunización, para contar con el blindaje que garantice ganarle la batalla al virus en caso de contagio.
Cambia el ánimo con el anuncio de que está próxima la vacunación, la primera dosis. Si el apellido paterno empieza con la letra A del abecedario, celebras por ser programado para primer día. Si en cambio la letra es Z, quisieras que alguna vez, en lo que sea, digan que vas por delante.
Llega el día. Apenas si dormiste, por la emoción o por el nervio. Te levantas más temprano que de costumbre. Bañarse y arreglarse, comer algo, para no salir con el estómago vacío. Acudes al sitio designado antes de la hora señalada. No quieres ser el incumplido, en nada. En los días previos preparas la documentación requerida, el comprobante de domicilio, la identificación. Por fin camino a la inyección de más vida, como en la película de Niccol. Largas filas de los convocados, entusiasmados los de la tercera edad, como niños cuando llega la hora del recreo o de partir la piñata. No estabas ahí por la bolsita de dulces sino por la “bolsita” de más vida.
Respetuoso de los protocolos, de las indicaciones. Emoción. No es para menos. Nadie se quiere morir por el virus. Decenas de vacunadores. Prevalece el orden, mucho más que en los primeros días de la campaña. Hay animadores y animadoras, música. Reparto de manzana y barra de amaranto. Sigues en turno, sientes el piquete de la jeringa. Escuchas las recomendaciones del enfermero o de la enfermera. Al área de los vacunados, media hora, como medida preventiva ante reacciones inesperadas. Todo normal. Sales con otro talante, no exactamente con el vigor de superhéroe. Sí con la energía del que ha recibido el primer refuerzo. A seguirse cuidando y esperar la segunda dosis. Sensación diferente en los días siguientes. Ignoras hasta molestias, cierto dolor en el brazo, nada más de saber que ya tienes una dosis.
Por la segunda dosis. Igual el ritual para dormir, despertarse, vestirse. De los primeros en llegar en la cita. Descubres en esta ocasión que la enfermera muestra como carga la vacuna en la jeringa, para que no haya duda de que la aplicación es real.
No brincas de gusto porque ya no estás para movimientos brucos, pero, la emoción y la sonrisa no la puedes ocultar, como los que en la película “In Time” recibían más tiempo de vida.
En río revuelto también hay pescadores que ganan, no todos regresan a casa con las manos vacías.
La pandemia ha fulminado a empresas medianas y pequeñas, sobre todo. No hay quien aguante medio año o más sin recibir ingresos. Incluso, algunas se anticiparon y desde el primer momento, cuando se desató el virus, resolvieron cerrar puertas, como si hubieran imaginado lo que se avecinaba.
Muchas trataron de resistir, con la esperanza de que se ahuyentara el virus o se encontrara el remedio para aniquilarlo. No ocurrió ninguna de las dos cosas. La consecuencia fue la inevitable quiebra.
También hay quienes han encontrado la forma de sobrevivir, darle un giro a su servicio, llevar el producto a domicilio, con menores ingresos o clientes, aunque sin dejar de percibir al menos lo del día.
Algunas han visto multiplicadas sus ganancias. Por ejemplo, las cadenas de farmacias. Está a la vista de todos, incremento de compradores de medicamentos. Lo ideal sería al revés, con menos enfermos, más gente sana. Por desgracia, encerrados, sin actividad normal, mayor riesgo de perder salud. Hospitales privados y laboratorios, en particular los segundos, han incrementado su número de usuarios y pacientes.
Las empresas de mensajería o paquetería, también se han visto favorecidas, más compras en línea o por Internet. Igual los servicios de Zoom o Meet para videoconferencias. El valor de la empresa Zoom ya supera los 120 mil millones de dólares. Amazon ha aumentado su número de empleados, ya anda por arriba del millón. Seguro que Netflix tiene muchos más suscriptores, por sus películas.
En materia de comunicación, sufren medios impresos, con reducida publicidad oficial y comercial. Por eso ahora le apuestan a vender espacios o reportajes especiales a través de la página digital. Ojalá funcione. Lo peor es más despidos, cierres parciales o totales. Hasta ahora, todos se mantienen. La televisión empieza a recobrar anuncios y hay canales que han regresado a la normalidad comercial, previa a la pandemia.
Plazas comerciales, cines, restaurantes, centros recreativos, gimnasios, con actividad limitada. Su recuperación económica va para largo. Mercados sobre ruedas con mucho menos ventas y clientes.
Lo de hoy es el trabajo en casa. Es una medida obligada que ha favorecido economía de empresas, al gastar menos luz, agua y otros servicios, necesarios para el funcionamiento de oficinas.
En las escuelas también hay ahorros. Lo malo es que no hay certeza de que la enseñanza en línea haya igualado y mucho menos superado a la presencial. En ese sentido el daño sería mucho mayor.
Los laboratorios que producen o producirán vacunas contra el virus, están ante el negocio de su vida.
El mayor tesoro, lo que no tiene precio, es la salud y es lo primero que deben cuidar sociedades. La afectación a la salud puede ser mortal. La economía, en cualquier caso, puede recuperarse o rescatarse.
¿Qué tiene Campeche que no tengan los demás estados? ¿Por qué Campeche fue el primer estado que alcanzó el color verde del semáforo de la Secretaría de la Salud, la luz que autoriza a los habitantes a realizar todas las actividades, incluidas las escolares, sin dejar la precaución y prevención?
¿Acaso los campechanos están protegidos por los espíritus mayas? ¿La muralla, los baluartes y pirámides los han blindado? ¿El aire limpio de sus bosques y selvas espantó al maligno Coronavirus?.
¿Cuál ha sido el secreto de su éxito?
Para empezar, hay que decir que los campechanos, una vez que consiguieron el color verde, no salieron a las calles a celebrar ni se metieron a los bares a festejar. Tampoco han sido presumidos.
Han actuado con prudencia, serenidad. Y no les costó mucho trabajo, la autoridad no tuvo que obligarlos a cumplir las medidas sanitarias ni a mantenerse en casa ni a conservar la calma. Es la cultura de los campechanos. Son educados, respetuosos. Están lejos de un comportamiento acelerado. El estrés no es su problema. Pronto se dan cuenta cuando hay gente ajena a su comunidad, por su actitud y tono de voz, porque desatienden reglas de urbanidad, por tirar basura en la vía pública o ignorar señales de tránsito.
Por costumbre o por respeto, prácticamente en Campeche nadie se queda pegado al claxon de su automóvil ni se desespera cuando el transporte de adelante se ha detenido segundos o no avanza de inmediato con el siga del semáforo.
Impresiona. Me tocó verlo. El taxista lo comentó con orgullo. Difícil de creer. Por fortuna no le hice ninguna apuesta. Aseguraba que veríamos la escena en calle de un solo carril. Ocurrió. Se detuvo un autobús. Cuatro pasajeros, tres señoras y un varón, descendieron sin ningún apuro, sin correr, sin prisas. El autobús volvió moverse hasta que las personas ya estaban en la banqueta.
Nadie tocó el claxon para presionarlos.
Es la vida de los campechanos.
Sus autoridades tampoco han echado las campanas a vuelo. No han utilizado los medios para pregonar que son un ejemplo. Igual, han sido prudentes, cautas. Sin descuidar las recomendaciones sanitarias.
Hay quienes se atreven a decir que los campechanos, por esa formar de ser, son aburridos.
Su conducta ha trascendido, desde hace muchos, muchos años, por eso veamos cómo define la Real Academia Española la palabra “campechano, no nada más es utilizada para identificar a los que han nacido en ese estado del sur de México.
Según el diccionario, “campechano” es “el que se comporta con llaneza y cordialidad, sin imponer distancia en el trato; afable, sencillo, que no muestra interés alguno por las ceremonias y formulismos”.
Esa es la explicación de porqué Campeche se convirtió en el primer estado con semáforo en color verde.
Cuando parecía que países de Europa y Asia ya habían llegado al otro lado del túnel y que empezarían nueva vida, más tranquilos y sin contagios, resulta que descubrieron que hay un segundo túnel, oscuro como el primero, con amenazantes rebrotes de la pandemia a los lados y en las vías del tren.
Además, con obstáculos económicos, desempleo, falta de recursos en consumidores, cierre de empresas, más pobreza, recortes presupuestales, desaliento turístico, restaurantes sin comensales, menos pasajeros en transportes terrestre y aéreo, silenciosa alza de precios, cero crecimiento en salarios.
México no es la excepción. Por si fuera poco, el primer túnel resultó más largo de lo esperado, no se ve ni la luz al final. La luz artificial que ilumina las vías está debilitada y no faltan resentidos, dolidos o inconformes, que en vez de empujar la máquina para salir, distraen con quejas y reclamos al conductor.
Es cierto que el maquinista tomó el trayecto más largo y hasta se equivocó de vía por su falta de pericia, pero a estas alturas y a la mitad del túnel, lo recomendable es rectificar y ayudar, no contribuir al descarrilamiento que haría más grande y lamentable el saldo trágico, miles y miles de víctimas inocentes.
No importa si se va en los vagones de primera, segunda o tercera, la responsabilidad es compartida, hay que retomar el camino de lo correcto, en todos los ámbitos, entender y aceptar que lo principal es la salud. Si la autoridad tiene que dar el ejemplo del uso del cubre bocas, que lo de, sin simulaciones. La sociedad tampoco puede ni debe evadir su responsabilidad, rehusarse a cumplir con las medidas sanitarias porque no quiere o no cree en la existencia de un mal que supone es una trama mundial de gobernantes.
El tiempo corre en contra, entre más tarde la rectificación o reforzamiento de la estrategia contra la pandemia, el precio será mucho más alto. No sirve inventar historias de que todo está bien como tampoco criticar sin construir.
Apostarle solo a esperar la vacuna, no se ve como la mejor apuesta, porque la vía quedaría llena de cadáveres, sería más complicado salir del primero y largo túnel.
Que nadie olvide que todavía falta el segundo túnel, el de la crisis económica.
En materia de tránsito vehicular sería desastroso que dejarán de funcionar en la ciudad de México o en cualquier otra ciudad los semáforos y peor si los conductores pierden la vista. Habría múltiples accidentes en calles, con saldos leves, graves y trágicos.
Bajo esas condiciones, el final sería demoledor, mortífero, apocalíptico. Adiós a la posibilidad de alcanzar una mejor vida. Imagina esa ciudad: autos chocados, volcados, gente ensangrentada, cuerpos tirados, heridos, cadáveres; llanto de mujeres, niños y hombres. Impotencia, injusticia y quizás hasta saqueos de malandros o amantes de lo ajeno.
Caos, en una palabra.
Sin embargo, los dos factores citados, semáforos sin funcionar y ceguera de conductores, es un escenario inviable, de ciencia ficción, solo para películas o series de televisión.
Lo que se ha visto a veces en un crucero, donde se descomponen los semáforos, la inmediata formación del nudo; nadie deja pasar a nadie, hasta que surge el personaje sensato, el individuo, improvisado agente de tránsito, que logra abrir camino para el desfogue de autos. Después llega la autoridad y el conflicto queda prácticamente resuelto. Vuelven a funcionar los semáforos y regresa la normalidad, el acostumbrado flujo e intermitente congestionamiento.
O sea, los mismos conductores terminan por entender y aceptar, que al mismo tiempo nadie puede avanzar. Ceden y logran desbaratar el nudo antes de que se presenten los agentes de tránsito.
Sentido común que todavía sobrevive en la sociedad y que termina por imponerse por el bien de todos. Una sociedad que también se ha distinguido por ser solidaria cuando se enfrentan fenómenos naturales destructivos. Hay testimonios en temblores, huracanes e inundaciones.
En México, la pandemia ha puesto en jaque a la sociedad. La autoridad sanitaria parece confundida por la ausencia de los resultados esperados; preocupante su anuncio de que no cuenta con información para mantener en funcionamiento el semáforo epidemiológico a nivel nacional.
Alarmante que Mike Ryan, director ejecutivo de la Organización Mundial de la Salud, diga que muchos países, entre ellos México, iniciaron el desconfinamiento a pesar de un alto número de contagios.
Cruda su advertencia: “la reapertura a ciegas, sin tener en cuenta los datos, podría llevar a situaciones que nadie quiere”.
Está probado que ninguna autoridad puede sola ante los desastres, es tiempo del acostumbrado y solidario “Plan B”, que la gente cumpla al pie de la letra las medidas sanitarias para vencer al Covid-19.
El Coronavirus ha sido una desgracia para el mundo, demasiado dolor y muerte, un enemigo que no se puede ver, que tiene preferencia por los más débiles, aunque nadie está exento.
¿Tiene algo de bueno? Cualquiera y de inmediato respondería que no, por el contrario, nocivo y asesino.
Suena paradójico, pero su aparición también tiene su lado bueno, hizo descansar a la naturaleza, reponerse del daño cotidiano. Mares, ríos y lagos dejaron de contaminarse. El aire que respiramos empezó a limpiarse. No más nubes de humos de automóviles y fábricas. Menos ruido citadino. Paró la destrucción de áreas verdes. En algunos lugares, los animales salieron de sus escondites para recorrer calles, ante el asombro de confinados en sus casas. Esta vez no estaban encerrados los animales sino los humanos. Peces en sitios que habían abandonado para no ser atrapados o lastimados.
Ha quedado demostrado que la naturaleza puede vivir sin los humanos, que no le hacemos falta.
En la Ciudad de México desaparecieron congestionamientos. Mucho más rápido el trayecto de un punto a otro. El ruido, reducido a su mínima expresión, tanto, que al menos por mi rumbo, por el World Trade Center en la alcaldía Benito Juárez, todo el día se escucha el canto de los pajarillos. Calles y avenidas más limpias. Menos polvo. Más silencio por las noches. ¡Claro! Hay excepciones, gente que no cree ni en la existencia del Coronavirus.
Como siempre, nada es perfecto, seguro que hay sitios donde persiste la suciedad; no por culpa de los animales, sino de los humanos, reacios a cuidar el entorno, el medio ambiente.
Otro gran beneficio, provocado por el Coronavirus, es el reencuentro de familias. Obligados por la pandemia, sus integrantes han convivido más tiempo en casa. Han establecido nuevas reglas, distribución equitativa de responsabilidades. Maestros, jóvenes y niños en el aprendizaje de clases en línea. Diputados, senadores, jueces, magistrados, ministros, secretarios de gobierno y académicos, encontraron en la videoconferencia una alternativa para sacar trabajo pendiente.
Más de uno en el hogar ha aprendido a lavar un baño, tomar un trapeador o una escoba; preparar la lista para ir de compras. Y quien vive solo o sola, ha mejorado su capacidad de organización, de trabajo, lectura y entretenimiento. No todo es perfecto, los humanos no lo somos, lo vemos, lo constatamos. También hay diferencias y en ocasiones excesos.
Sin embargo, no hay duda, en este contexto, el Coronavirus tiene sus bondades, ha modificado comportamientos en la sociedad, en beneficio, sobre todo, de la naturaleza.
Por semanas he visto a la ardilla ir de un lado a otro, atravesar las calles sobre los cables eléctricos, con una agilidad que podría convertirse en la reina de los equilibristas en el mundo. Así, semana tras semana, con una seguridad y velocidad que ya quisiera cualquier político, para no resbalarse y mucho menos caer, sin red que lo salve.
Es una ardilla de la Ciudad de México, especie animal que todavía sobrevive en algunas colonias, ya no en los árboles, porque cada vez son menos, porque se los ha comido el monstruo de cemento que se multiplica por todas partes y en diferentes tamaños, de manera desordenada, ignorando el impacto urbano, el daño ecológico, irreversible.
Ahora, a la ardilla no le queda otra que ir de cable en cable. Ya se volvió experta. Corre sobre los cables. Se detiene por momentos para verificar el rumbo, para llegar y trepar al árbol próximo. Antes saltaba de un árbol a otro. Se acabó esta práctica porque cada vez están más distanciados, por la tala inmoderada ante complacencia o complicidad de autoridades.
Por segundos hace un alto sobre el cable, su pelaje es negro, sus ojos saltones, la cola parece ayudarle a mantener el equilibrio. Desde el encierro en casa, por la ventana, la miró meticulosamente y surge una pregunta en mi cabeza:
¿Hasta dónde ha llegado la humanidad para acabar con el hábitat de los animales? Como flores silvestres crecen y proliferan edificios comerciales y habitacionales. Cada vez son menos los árboles y áreas verdes y más los bultos de cemento utilizados para alimentar la selva de concreto.
La ardilla desapareció.
Cumplió una semana sin pasearse por los cables de mi colonia.
¿La mató el Coronavirus?
No creo, porque el maligno virus no mata ardillas.
La busqué y no aparece por ningún lado. Tampoco su cadáver, en el supuesto de que alguien hubiera decidido acabar con su existencia. La humanidad es capaz de eso y más.
Hay varias líneas de investigación.
Dudo que este asunto le quite el sueño al Partido Verde Ecologista, porque está más ocupado en cancelar corridas de toros.
Tampoco la Secretaría del Medio Ambiente hará nada por una ardilla. Para eso no hay recursos, ni humanos ni materiales.
La convivencia urbana entre sociedad y animales amigables, como ocurre en otros países, en México no es prioridad.
¿A quién le importa una ardilla?
Es escasa la cultura para preservar la naturaleza.
Cuando vi el camión de redilas estacionado en la calle de Pensilvania o Pennsylvania, esquina con Oklahoma, en la colonia Nápoles de la Ciudad de México, con su logo de “Soluciones” de la Delegación Benito Juárez, no le di importancia. Di por hecho que su misión era podar árboles.
Eran cinco árboles jóvenes, calculo de unos 15 años, frondosos, verdes, generadores de oxigeno que tanta falta hace en la ciudad. Había que podarlos para procurar su crecimiento vertical. Supuse que la acción era parte de una campaña delegacional para protegerlos y fortalecerlos.
A los dos días que volví a pasar por el mismo lugar, me quedé sin habla. Se había cometido un “ecocidio”. Un crimen, cinco árboles asesinados.
¿Por qué? ¿Para qué? ¿Quién autorizó?
Los talaron.
El problema de la contaminación de la Ciudad de México cada día está peor y en vez de cuidar la naturaleza, se le destruye.
Cortados a ras de suelo los troncos, los cinco, en un tramo de aproximadamente quince metros, frente a un edificio.
El inmueble por más de dos décadas había sido comercial, oficinas de la compañía Pilgrims.
Lo vendieron hace dos años y lo adaptaron para hacerlo habitacional, sin permiso alguno a la vista, incluso le hicieron un piso más.
Tiene un acceso a estacionamiento en sótano por la calle de Oklahoma.
Por lo visto no les pareció suficiente y esa es la razón, supongo, por la que tiraron los árboles en Pensilvania, para ampliar su estacionamiento.
En una ciudad con escasas zonas verdes, con una contaminación creciente que pone en riesgo la salud de sus habitantes, debería estar prohibido tirar un árbol. Solo permitirlo por causas justificadas.
¿Pero para beneficiar a una inmobiliaria que vende como nuevos condominios que antes era oficinas, un edificio que originalmente no fue hecho para habitación y que se adaptó sin permiso alguno a la vista?
Son acciones que no se deberían permitir ni tolerar.
Para borrar huellas, a la semana siguiente de la tala, echaron una capa de cemento.
En los días posteriores, hicieron una mini rampa para que suban los autos a la banqueta.
Para cerrar la operación, en portones negros colocaron dos pequeños anuncios de “no estacionarse”.
Hasta donde se ve, la inmobiliaria consiguió cuatro lugares más para estacionamiento al costo de tirar cinco árboles.
Lo que te cuento, es apenas un ejemplo de lo que en muchos sitios debe de ocurrir, donde no importa la preservación de la naturaleza, con tal de favorecer a una constructora; el negocio particular, no una obra en beneficio de la sociedad, el interés del dinero por encima de la salud de la mayoría, de los adultos de la tercera edad y los niños, sobre todo.
Lo grave, gravísimo, es que se haga en la Ciudad de México, donde el aire que se respira, hace mucho tiempo que dejó de ser limpio.
Por eso es un “ecocidio”.
Hasta ahora, el delegado en la Benito Juárez, Christian Von Roehrich de la Isla, ha guardado silencio.
Ni uno más cabía en el pequeño salón. Todos contra la pared para empezar el proceso de restauración, mental y física. Es la llamada yoga restaurativa. Conté 40 practicantes.
Casi codo con codo. Se podía escuchar la respiración del vecino y hasta el crujir articular. Los olores naturales estaban en el ambiente, tan próximos los compañer@s que no era posible saber con certeza a quien correspondían.
El maestro, servicial y benevolente, al que no encontraba donde acomodarse, le buscaba su espacio.
-Traigan un tapete más y un cinturón- instruía.
-No se agolpen que hay para todos- recomendaba al ver que sus alumn@s se apresuraban a ganar la puerta de la bodega.
-Pasen los restaurativos- invitaba a quienes ingresaban al salón, sin perturbarle el lleno.
Una vez que todos tenían su lugar, empezó la clase de “yoga restaurativa”, con ese nombre porque se trata de restaurar el equilibrio emocional, la salud; aquietar la mente y doblegar la rigidez.
Observé a los participantes y no me quedó duda de que buscaban restaurar algo. Podría ser aliviar dolores de un brazo, de la espalada, de la pierna, de la mano, del pie. Reponerse de la desvelada, del estrés matutino, del tránsito vehicular, del agobio laboral y la crisis económica, de la depresión. Algo.
Llegaron a la clase ansiosos, tensos, presurosos, en contraste con la actitud del maestro, apacible, pausado, sin apuro alguno, dominador. Sus indicaciones precisas. Dispuesto para auxiliar al que lo requiriera. Más de uno solicitó su apoyo. A otros les corrigió la postura.
En la restauración no se trabaja el músculo, sino los tejidos y las articulaciones. Se hace énfasis en la respiración. No hay una exigencia por hacer un esfuerzo físico extraordinario, por eso se termina sin sudor ni agotamiento.
Movimientos medidos y cuidados para no chocar con el compañer@, ni con sus piernas ni brazos.
La mayoría gente adulta, quizás porque son los que más necesitan la restauración, por el desgate natural del paso del tiempo y la sobrecarga de complicaciones que produce la vida cotidiana en México.
Jovencit@s , jovencit@s, no vi ningun@.
Sesión de hora y media.
No se si todos consiguieron su restauración. A los que miré retirarse, lo hicieron con rostro relajado. Animados a intercambiar una sonrisa por los deseos de “buen día” o un hasta luego.
A una de las alumnas le sobró energía y todavía hizo parado de cabeza auxiliada con el cinturón.
¿Se pasó de restauración?
Tampoco lo se.
El maestro solo le advirtió que para la siguiente ocasión tuviera más cuidado porque el cinturón lo colocó sin asegurarse de que hubiera embonado correctamente en el orificio de la pared.
¿Yo?
Me restauré al escribir esta historia.
En su rostro la emoción de una niña. Cordialidad conquistadora. Viveza en sus ojos. Salía de misa. Había ido a dar las gracias por un año más de vida. Caminaba apresurada de regreso a casa. Feliz por su cumpleaños. Se detuvo al encontrarse con su vecino. Avisaba de su fiesta en un restaurante del sur de la ciudad de México. Invitaba. Sin ocultar su rubor al decir que cada uno de los asistentes tendría que pagar su comida. Bajaba la mirada apenada. Entendible en los tiempos de crisis.
Cuando vi por primera vez a Tony, meses atrás, enterado de esa enfermedad que a nadie se le desea, para la que todavía no encuentran vacuna, desbarató en segundos la imagen que tenía de ella. La suponía afligida o con un dejo de tristeza. Todo lo contrario, con una vitalidad de jovencita.
Ha dado las grandes batallas contra el cáncer y las va ganando, con la ayuda médica, con el apoyo de sus amigos y familia, con las bondades de la seguridad social. Sus deseos y ánimos de vivir, contagian.
Por supuesto que aceptamos la invitación.
La vi tan contenta como una niña que sabe que le esperan la piñata y el pastel, el juego, la alegría y el cariño de los que la rodean.
Era la más feliz de la fiesta, convivía con cada uno de sus invitados. Reía. Se divertía. Puesta para el pastel, para apagar la velita. Hasta para dejarse manipular por sus nietos y chocar su nariz con el chocolate.
Una veintena de comensales. En su lista de invitados había ausentes. Motivada, decía: “haré otra fiesta para que vengan los que faltan”.
Se tomaba un respiro, los festejos también cansan.
Al día siguiente estaba de nuevo en el hospital, sólo para recuperar fuerzas y volver a casa.
A ella ni en los ocho minutos finales de un partido de futbol la sorprende ni vence el cáncer. Ella tiene estrategia y se mantiene a la ofensiva, con un vigor emblemático, sin rendirse (aprendan Miguel Herrera y compañía). Un ejemplo admirable. Pronto su imagen estará en las redes sociales, porque su vida es un triunfo a seguir.