Ante la proximidad de la Navidad, te voy a contar la historia de la casa de Estéfano, mi vecino.
Quería regalar su casa “al gobierno”, me lo dijo en tres ocasiones. Vivía solo, en un espacio que le resultaba demasiado grande, dos niveles en 200 metros cuadrados de terreno. Hoy el inmueble ha sido demolido.
Siempre le sugerí heredar a su familia. Nunca entendí porqué quería ceder su casa al gobierno. Supongo que su actitud obedecía quizás a que no sentía el amparo o cercanía de su familia, que lo visitaba, aunque no de manera regular.
Había perdido a su tercera esposa, notoriamente más joven que él. La lógica indicaba que ella viviría más años. No fue así. Enfermó y falleció. Estéfano volvió a quedar sin compañía.
Justo en esa etapa, en tres distintas ocasiones me tocó la puerta, con la única misión de anunciar su voluntad de entregar la morada al gobierno, nunca aclaró si al de la Ciudad de México o al federal.
La primera vez creí que era una broma, un pretexto para abrir conversación sobre los sucesos del mundo. Le gustaba platicar, contar historias. Me tenía al tanto de los acontecimientos de la zona habitacional común, en la delegación Benito Juárez de la CDMX.
Fui de los primeros en enterarme que a dos cuadras habían matado una persona. Estéfano vio el cadáver tirado en la calle, cubierto con la sabana. Corrió a decírmelo. Como desgraciadamente son episodios que se repiten con frecuencia en el país y en el mundo, no me conmovió la tragedia. Seguro notó mi aparente indiferencia. Lo vi retirarse con cierto desencanto. A las tres horas regresó con el periódico que venden en las colonias con noticias vecinales de ese tipo. Lo compró al voceador que acostumbra a dar vueltas y vueltas por las calles aledañas a donde ocurre un episodio funesto. Me regaló el impreso por el que pagó diez pesos.
Meses después volvió a tocar la puerta y de nuevo con el comentario de que deseaba regalar su casa al gobierno.
La verdad, no quería tomarlo en serio.
Estéfano, con más de siete décadas de vida, ojos claros, piel blanca, con el rostro marcado por los surcos que deja el paso del tiempo y el cabello encanecido, estaba decidido, convencido de que era lo más conveniente. No tenía ni idea de lo que debía hacer para tal regalo, pero insistía en proceder de esa manera. Le pregunté el motivo de su decisión. No me dio explicaciones. Como no encontró apoyo ni información de cómo hacerlo, salvo la sugerencia de que pensara primero en su familia, regresó a su casa.
Hubo una tercera ocasión, ansioso por realizar su voluntad. Chocó con mi reiterada sugerencia.
Cuatro meses después su salud sufrió deterioro. Enfermó. Hubo necesidad de que la familia acudiera a su rescate, la que alguna vez fue su segunda esposa y con la que tuvo dos hijos.
Procuraron que tuviera atención médica. Por fortuna recuperó la salud. Lo convencieron de vivir con la familia, en otro sitio de la CDMX. Más animado, un año después, visitó su antigua casa. Hubo intercambio de saludos. Nada sobre sus planes comerciales.
La familia también lo había convencido de vender su viejo hogar, disolvió la idea del regalo.
Ya fue demolida la casa, queda el lote baldío y dos árboles en la parte de enfrente, pronto nacerá un nuevo edificio.
El día de la operación de compra-venta, Estéfano recibió su cheque, lo endosó de inmediato a su hija y ahora ella cuida a su padre.
La casa de Estéfano
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