Se abrió paso entre el público y pidió lugar en el frente, que el moderador le cediera el asiento. Se acomodó en el banquillo de madera, en uno de esos que por su altura no te deja descansar los pies sobre el piso. Curioso o coincidencia, arriba de su cabeza, sobre la pared colgaba cuadro con personaje sentado de una manera similar.

Dueño del escenario platicó su experiencia, la selló con una frase teñida de angustia:

“¡La cantidad de gente que llegó nos espantó!”.

El pintor Alejandro Pizarro Ortega habló de los riesgos de los llamados “espacios independientes”, las galerías alternativas para quienes no encuentran lugar en los sitios institucionales, en museos y otros foros que son financiados con recursos del erario.

Quiso hacer de su taller un espacio independiente pero se espantó. Se espantó cuando vio mucha gente y más cuando se enteró que rateros se llevaron la cartera de uno de los artistas.

Y es que para entrar a estos espacios no se cobra ni se pasa por un arco detector de metales. Tampoco hay un vigilante ni personal especializado en cachear. El acceso es gratuito y libre, en el entendido de que todos están interesados en el arte, en el trabajo de los artistas.

Sin embargo Alejandro se espantó. Solo hizo cuatro exposiciones en su taller ubicado en la delegación Benito Juárez de la ciudad de México. A la cuarta claudicó al comprobar que no hay control sobre la gente que ingresa.

La historia la relató en la clausura de la exposición colectiva Siguiente Parada en la galería Estación Coyoacán Arte Contemporáneo, en la calle Francisco Ortega 23 de Coyoacán.

Ese día llovía con una intensidad variable. Confirmaba el pronóstico del tiempo para la noche. Había que mojarse o llevar paraguas si querías estar presente en el evento, que para su cierre, después de un mes de exposición, organizó mesa redonda con la participación de Octavio Moctezuma, Israel Covarrubias y Ernesto Zavala. El tema: “Los espacios independientes y su papel en el ecosistema del arte”.

Pizarro fue uno de los expositores.  En su cuadro denominado ¿A dónde se fueron?, aparece un futbolista con una “x” en la camiseta, con el brazo izquierdo que señala la ventana abierta. Reclamo medido y cauteloso por la tragedia de los 43 que perdieron la vida en Iguala, Guerrero. Por temor, no precisó a qué, no le puso número a la camiseta.

En el espacio independiente, la preocupación de Alejandro es la inseguridad, el que no haya control de la gente que asiste.

Espacio independiente convertido ahora en una alternativa para los artistas, que tiene éxito porque proliferan, nada más que con vida efímera.

Octavio Moctezuma, partidario y promotor, lo considera fundamental y está de acuerdo en que se tiene que dar el siguiente paso, en darle garantías para su funcionamiento, pero de ninguna manera establecer requisitos que pudieran limitarlo o desalentarlo.

Esta vez, en la galería que se encuentra en el centro de Coyoacán, nadie se quejó de que le hubieran quitado la cartera.

-¿Con “z” o con “s”?, preguntó el joven escritor Miguel Fernando Yacamán Neri, al tiempo que me miraba. Sus ojos transmitían la interrogante: ¿y este quién será?

Había sido el primero en pedirle autografiara su libro.

-¿Hoy que fecha es?, su segunda pregunta.

Por lo visto el novel escritor no sabe ni en qué día vive, frase que de inmediato cruzó por mi mente. Supuse que era producto de la emoción por la presentación de su texto en la ciudad de México.

Una jovencita que también esperaba la firma con libro en mano, lo enteró que era 25 de junio.

La presentación del libro La Pócima del Diablo fue en la Pulquería Los Insurgentes, de la colonia Roma. Inusual para mi ir a un lugar con perfil etílico por ese motivo. No me escapé de ser cacheado a la entrada por dos varones fornidos vestidos de negro. Desacostumbrado a estos lugares, tomé la escalera que conduce al baño en vez de la que llevaba a la terraza.

Cuando llegué al sitió destinado para el acto editorial, vi gente con tarro, cerveza o vaso en mano. Público juvenil. En la tercera fila estaba una señora de la tercera edad, con el cabello encanecido, de lentes. Una vez que terminó el evento, concluí que era la mamá del escritor porque el rostro de orgullo resplandecía a pesar de la escasa luz del lugar. Se levantó de su asiento para tomarle fotos al protagonista de la función.

Por supuesto que la especialidad del sitio no es la presentación de libros, ¿pero se imaginan que en este tipo de lugares fuera la práctica periódica invitar a escritores para mostrar su creación?  Seguro habría más lectores en el país.

Camino a la terraza, estaban los habituales clientes, consumiendo lo que se consume en un expendio de licores.

Se me antojó la cerveza. Decidí dejarla para otra ocasión. Apenas traía en la bolsa para la compra del libro. Mi ex compañero de El Universal, Carlos Martínez, quien fue el maestro de la ceremonia, con su afinada agudeza, una vez que finalizaron los discursos, recomendó entrarle a la bebida para celebrar. “Primero que compren el libro”, atajó alguien de la mesa principal. “Cierto, si después para pagar la cuenta les falta dinero, venden el libro”, con humor reviró Carlos.

“No nos veíamos desde la niñez”, me comentó a sottovoce.

Y tenía razón.

Pero aquí lo importante era La Pócima del Diablo, los cuentos cortos de Miguel Fernando Yacamán, ilustrados por María Estefanía Ayala Rivera. Ambos acompañados con su cerveza. El primero con una pacífico. La segunda prefirió corona.

También estaba ahí Sandra Reyes, la dueña de la editorial “Viernes”, de reciente creación y originaria de Aguascalientes.

Los tres jóvenes, con el vigor para comerse el mundo. Sandra platicó que al principio solo tenían dinero para hacer el libro digitalizado. La fortuna les favoreció y alcanzó para imprimir mil ejemplares.

Correspondió a la escritora Claudia Guillén hacerle los honores al nuevo libro. Lo hizo con su estilo, con conocimiento de causa. Traía anotaciones de cada uno de los once relatos de Miguel Fernando.

Literatura para jóvenes, historias que parecen revivir pasajes de la infancia del autor, con una imaginación que hace diabluras con su pócima, la combina con vampiros, insectos, brujas, zombies y el mismo chamuco. No espantan, detonan la reflexión del lector. Las ilustraciones de Mariana Estefanía están hechas a la medida, inspiradas en los relatos.

Hizo bien Claudia en sugerirle a Fernando que leyera al público dos de sus relatos, en vez de que se ocupara de la técnica para su elaboración. Todos quedaron complacidos.

Fernando como escritor y Mariana como diseñadora (también pintora), tienen madera para ir sumando éxitos y terminar de comerse al mundo.

Miguel Fernando ya tiene en su historial el “Premio Elena Poniatowska”, convocado en 2009 por la Universidad Autónoma de Aguascalientes.

Hace el papel de una princesa pero la actuación de Paola Izquierdo es de una reina en la obra De príncipes, princesas y otros bichos. Una mezcla de drama, humor e ironía de la vida. Juega con la imaginación en el escenario y no pierde de vista la reacción del público. Su séquito, un pianista y un violinista, no solo tocan, irradian simpatía, se involucran en los diálogos. Trilogía que divierte, hace reír y también reflexionar.

Cada palabra de Paola va reforzada con un gesto facial, movimiento de manos y brazos, boca torcida cuando el guión lo exige, ojos alegres, inquisidores o tristes, con un desplazamiento en el escenario, todo amalgamado, fusionado. Se exhibe como una actriz de primera, posesionada de sus personajes, de una princesa bióloga que busca un sapo para su tesis profesional y de un principito harapiento que representa al niño de la calle, no al protagonista de Antonie de San-Exupery. Sabe lo que dice y por qué lo dice. Dominio del lenguaje.

La obra es suya, de Paola, ella la escribió. La interpreta bajo la dirección de Fernando Canek, en el teatro Virginia Fábregas de la ciudad de México.

Cuestiona valores de una sociedad que impone comportamientos y la hace responsable del abandono infantil. Drama cotidiano y mundial. Sin embargo, no se queda en el conflicto; el canto, la música y lo que parecen ocurrencias de su pianista y violinista, amenizan y provocan hilaridad.

Se divierten y divierten.

Paola está en todo. Al iluminador se le olvidó encender un reflector y sin salirse del guión consiguió que lo hiciera de inmediato.

Su mirada recorrió butacas, buscaba un varón para interactuar. Todos iban acompañados y comprometidos. Se decidió por uno de primera fila para entregarle y que le devolviera un arreglo floral.

La transformación de princesa en la primera parte, a principito en la segunda engaña a más de un@, porque parece otr@, el maquillaje espléndido y, la voz pasa de mujer a niño.

Sin discusión, cualidades de gran actriz y escritora.

En las llamadas redes se ha vuelto una práctica cotidiana lanzar el denuesto desde el anonimato. Escudarse en un sobrenombre o en un nombre falso para descalificar con toda impunidad a un personaje o incluso para darlo por muerto. Deformar la información para lastimar, hacer daño sin medir consecuencia alguna. Destruir por destruir.

Un uso que le ha restado credibilidad a las redes, que empieza a marcar diferencia y a preguntar ¿quién es el autor del rumor o la infamia? Pronto se descubre que no hay nadie que de la cara por un dicho que solo busca el descrédito. Además, el origen se pierde en la maraña de mensajes.

Recuerdo el caso de Carlos Abascal Carranza, quien fuera secretario de Gobernación en la etapa panista. Sufría una enfermedad terminal. No faltó el anónimo canalla e irresponsable que adelantara su muerte. Lo peor es que luego hay medios que en su avidez por “ganar la nota”, reproducen sin verificar. Seguro que en ese trance nadie mide ni reflexiona sobre el daño causado.

¿Qué pensará la familia? ¿Cuál será el impacto para el afectado? Si la enfermedad no había terminado con su vida, el desatino pudo haberlo llevado a una crisis sin regreso. Eso es lo que a veces no se mide. El rumor se desvanece cuando el “muerto” hace la aclaración.

Sin embargo, ¿qué sucede con el desinformador? Hasta donde se, nada. Se va impune y listo para el siguiente entuerto. En el caso que les platico, Abascal tomó el teléfono y llamó a un medio de comunicación electrónico para precisar que todavía estaba vivo.

Abascal no ha sido el único caso.

Hay quienes argumentan que el anonimato en las redes es necesario porque de lo contrario el emisor sería perseguido, acosado por gente del gobierno; dicen que es indispensable para criticar, difamar sin ser molestado y ejercer el derecho a la libertad de expresión.

¿Será libertad de expresión el infundio?

Por supuesto que no.

En el mundo del espectáculo es frecuente que se incurra en esa falta. En política, seguro que una vez que han arrancando las campañas, vamos a ver un salpicadero de falsedades. En menor medida en otros ámbitos. No debería darse en ningún lado.

Regular el servicio espanta a muchos porque ven de inmediato el fantasma del autoritarismo, pero nada hacen para que se respete la vida de gente inocente víctima de la cobardía anónima, del descuido o mala fe. El escarnio y el desprestigio no son lo que debe caracterizar una convivencia civilizada.

Las redes a veces se vuelven una carnicería humana, reproducen escenarios infernales o actos de linchamiento. Por si fuera poco, hay medios y comunicadores que se regodean, que no les importa entrar a la manipulación de la mentira con tal de obtener notoriedad, aunque sea virtual.

Soy partidario de la libertad de expresión y la única condición que me parece justa es que se ejerza con rectitud, sin destruir por destruir.

Diana Bracho desde que pone sus pies sobre el tablado se percibe dueña del escenario, dominadora, con una voz que se escucha en todo el teatro sin necesidad de la ayuda electrónica, una mirada escudriñadora, observadora, aguda e ingeniosa; se desplaza con elegancia, es toda una dama, una señora de la actuación, bella. Al que ve llegar tarde con una bolsa de palomitas le advierte que en su clase está prohibido comer. El aludido de primera fila, regordete y cabello rizado, voltea para verla, agita su brazo izquierdo a manera de saludo, sonríe y deja caer su cuerpo sobre la estrecha butaca. No es el único impuntual, a una señora con peinado en forma de hongo, le dice que seguramente viene del Metropolitan Opera. Algo masculla la mujer y se acomoda apurada en su lugar.

Peor le va a otro personaje del público que durante el desarrollo de la obra, a pesar de la reiterada recomendación de guardar celulares y ponerlos en silencio o vibrador, se atreve a sacar su teléfono y la luz luminosa que despide lo descubre. Como un latigazo, con un tono seco y enérgico, la actriz  lo reprende y le advierte que no se vale en ese momento la consulta de agendas. El señor de cabello cano, nervioso, apaga y guarda de inmediato su aparato.

Esa es Diana Bracho en el papel de la maravillosa cantante de ópera María Callas, en la obra Master class, en el Teatro Santa Fe al que por los comentarios de asistentes extraviados, le falta más señalización al camino que lleva a ese sitio. Diana, en lo suyo, encarna a la cantante con tal naturalidad que revive al personaje con sus desplantes y sarcasmos.

Minutos antes de entrar al foro, una señora de rostro estético y ropa de marca, preguntaba a su pareja: “¿cantará la Bracho?”. Ignoraba la respuesta su acompañante. Cambiaron de tema.

Diana no es una cantante, es una actriz y de primera. Lo que hace, con su estilo, en un momento de su clase, es entonar con cuidado y pulcritud un retazo de la ópera, para enseñar a sus alumnos lo que es la interpretación. Para cantar ahí estaban el tenor Antonio Albores (irradia simpatía), las sopranos Denise de Ramery y Mónica Raphael. Los tres hubieran sido dignos discípulos en la master class de la extinta y adorada Callas.

La clase de la Bracho en el papel de la Callas se ganó el aplauso sonoro, la mayoría lo hizo de pie. Ella, de buen humor, obsequiosa con su público, para cerrar la noche de fin de semana en comunión con el canto, hizo que sus alumnos interpretaran y regalaran tres arias. Todos felices.

A sus 92 años de edad a don Israel Cavazos Garza lo que más le importaba era que su nieto estuviera en la entrega de premios, pero no llegó.

Se levantó por su cuenta y recargó el bastón sobre el atril. Se despreocupó del micrófono porque una asistente lo tomó y cuidó que siempre estuviera cerca de la boca del orador.

Miró hacia el asiento que estaba vacío y debía ocupar su nieto. Hizo saber a todos de esa ausencia. Respiró profundo y empezó su mensaje. Habló en nombre de los premiados, lúcido, lectura entendible, cuidada en su puntuación, con recuerdos de una trayectoria de servicio de 71 años. Hasta bromeó por la dificultad que tenía para pasar las hojas, sus manos y dedos temblaban. Se disculpó por “titubeos” que parecían silencios productos de la emotividad. Una sonrisa se dibujaba en su rostro. Toda su vida, como él mismo lo dijo,  libro y documento han sido su sustento.

Justo el 20 de noviembre, fecha conmemorativa del 104 aniversario de la Revolución, mientras en las calles de la ciudad de México miles de mexicanos caminaban en dirección al Zócalo solidarios con los normalistas de Ayotzinapa, en el Pedregal de San Ángel, ocho académicos que se dedican a escribir y conservar la historia eran premiados.

Imposible que los gritos de manifestantes llegaran a sus oídos como tampoco a sus ojos las imágenes de familiares de los normalistas desaparecidos; esta vez, eran protagonistas de su propia historia.

En la sede del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), en una ceremonia fundida en sencillez y formalidad, se llevó a cabo la entrega de premios a la trayectoria y a la investigación histórica.

“Hace 104 años, a las 6 de la tarde, inició la etapa maderista de la Revolución Mexicana”, recordó su directora la doctora Patricia Galeana.

Coincidencia, a la misma hora habían convocado quienes organizaron este 20 de noviembre la marcha hacia el Centro Histórico.

Unos, en el instituto, homenajeados por escribir y proteger la historia y otros, en las calles y en el Zócalo, en protesta y reclamo de justicia por acontecimientos que conmueven al país.

Escenarios distintos vinculados por hechos que hacen historia y son registrados por historiadores.

Israel Cavazos Garza recibió con emoción su premio y sólo lamentó no haber compartido ese momento con su nieto.

Los premiados:

1.- Dr. Jean Meyer Barth, premio Daniel Cosío Villegas a la trayectoria en investigación histórica sobre México contemporáneo (1968-2000).

2.- Dr. Jorge Basurto Romero, premio José C. Valadés a la trayectoria en el rescate de memorias y testimonios.

3.- Dr. Israel Cavazos Garza, premio Manuel González Ramírez a la trayectoria en el rescate de fuentes y documentos.

4.- Dra. Ángela Moyano Pahissa, premio Clementina Díaz y de Ovando a la trayectoria en historia social, cultural y de género.

5.- Dr. Alonso Domínguez Rascón, premio Ernesto de la Torre Villar en investigación histórica sobre la independencia de México.

6.- Dra. Graciela Flores Flores, premio Gastón García Cantú en investigación histórica sobre la reforma liberal.

7.- Dr. Luis Sánchez Amaro, premio Salvador Azuela en investigación histórica sobre la Revolución mexicana.

8.- Dr. Carlos Gabriel Cruzado Campos, mención honorífica premio Ernesto de la Torre Villar en investigación histórica sobre la independencia de México.

“¡Ratero!...¡Ratero!...No me quites la bolsa…” Eran los gritos desaforados de una mujer. La vieja sala cinematográfica Popotla,  ubicada sobre la Calzada México-Tacuba, que ya no existe, estaba a reventar. Había gente hasta en los pasillos, codo con codo. Entonces la Profeco no existía y los dueños de los cines hacían lo que querían para incrementar sus ganancias. Sobrecupo en los estrenos. Escenario propicio para la actuación de los carteristas.

Ese día el estreno de la película “El Patrullero 777” protagonizada por Mario Moreno “Cantinflas”. Domingo. Tenía apenas 10 años de edad y con dinero en la bolsa para pagar dos entradas, la mía y la de mi tía que vivía en la ciudad de México, simpática, amable, chaparrita, regordeta.  Yo estaba feliz desde el día anterior. Recibí mi primer salario como ayudante en un taller mecánico, propiedad de la familia materna. Las vacaciones escolares de verano. Planeamos ir al cine.

No me importó la larga fila para comprar los boletos. Cuando entramos a la sala, mi tía por delante para abrir paso. Sentíamos los apretujones. No veía nada. La película había comenzado. Solo escuchaba la voz de Cantinflas. Ni cinco minutos teníamos de haber ingresado cuando empezaron los gritos de “¡ratero! ¡ratero!...” Mi tía, que por su estatura tampoco alcanzaba a ver la pantalla, estuvo de acuerdo en que debíamos salir de inmediato.

Ahora, en los Cinemex y Cinepolis los asientos están numerados. Es una novedad que no tiene más de un año de haberse inaugurado. Cada cinéfilo con su lugar asegurado. Todo ordenado y controlado por una computadora. Descartada la sobreventa de boletos. Decidí ir con la familia a ver la nueva película sobre la vida de Mario Moreno y su Cantinflas. En Cinemex Patriotismo. A mi asiento le faltaba uno de los descansabrazos. ¿Lo habrá arrancado un irreverente o se cayó por el uso? Mi esposa tuvo que prestarme su bolsa para equilibrarme. Lo importante era estar ahí para ver la película sobre mi cómico favorito.

Recordé durante la película que tuve la suerte de entrevistar a Mario Moreno en sus oficinas de Insurgentes Sur, en el edificio “Rioma” (el nombre Mario escrito al revés), ya destruido. Como reportero de Radio Mil lo llamé por teléfono varias veces hasta que accedió a platicar. Habló de política con su acostumbrado estilo. Conservo la grabación (http://arturozarate.com/?p=259). Confirmé que estaba ante un personaje inteligente que me miraba divertido mientras yo consultaba mi cuestionario. Un caballero, gentil.

Un artista con lenguaje limpio de groserías y dobles sentidos.

Maestro del cantinflear, que parece que no dice nada pero que dice.

La película sobre su vida, dirigida por Sebastián del Amo y protagonizada por el español Óscar Jaenada, con las cualidades para competir por un Óscar, máximo premio de la academia cinematográfica. Entretenida, divertida y con un manejo de dos épocas que al final se juntan de manera natural, como las aguas de un río con el mar. Las actuaciones reviven a Cantinflas y su entorno.

La gente ríe, disfruta. En la sala había niños, adultos y personas de la tercera edad. Vi salir a todos complacidos. Comentaban las virtudes de la película. Recordaban con admiración y cariño al personaje. Genio del humorismo.

Nadie se movió de su asiento una vez que terminó la historia, porque el director decidió cerrar con el bolero de Ravel bailado por Cantinflas. Un filme bien hecho de principio a fin.

En la sala una niña de aproximadamente seis años se puso a bailar delante de su padres, tratando de imitar los movimientos del mimo.

Cantinflas es inmortal.

Por años había escuchado de amigos la historia del grito “¡cácaro!” cuando en una sala de cine fallaba el proyector o el operador del proyector y la pantalla se ponía oscura o las imágenes empezaban a saltar, el sonido se distorsionaba o de plano no se escuchaba nada.

Hay escenas de cinéfilos molestos arrojando sus palomitas. Lo que tuvieran a la mano y no fuera costoso para su bolsillo, ni peligroso para el de enfrente o sentado a un lado.

El infaltable silbido en un tono y largo, aunque no dejaba de predominar el “¡cácaro!” que salía de gargantas femeninas y varoniles.

De esa manera era llamado el encargado del proyector, de sexo masculino. No recuerdo que alguien me haya dicho que alguna vez escuchara el grito “¡cácara!”.  Siempre fue “¡cácaro!” cuando la película se alteraba por fallas técnicas o descuido del operador.

Acabo de ir al cine para ver “Al filo del mañana” con el actor Tom Cruise, en una de las tantas salas que tiene Cinemex en nuestro país, en el World Trade Center (WTC) de la ciudad de México.

En el asiento de atrás, hombre maduro descargaba su enojo repitiendo que cada vez hay más anuncios antes de empezar la película. No dejaba de mirar el reloj de su teléfono celular ni de contar los minutos: “¡Ya van más de 20!”. La cuenta terminó en “¡25!”.

Su acompañante o pareja, con voz suave, consideraba que era demasiado abuso cuando se paga boleto por ver una película, no anuncios.

¡Por fin la película. El logo de la compañía filmadora norteamericana y enseguida las primeras escenas.

Error, no era el filme de acción y violencia de Cruise sino la dramática y amorosa historia de dos adolescentes titulada “Bajo la misma Estrella”.

Se soltaron los gritos:

“¿Qué está pasando?, ¡Esto no puede estar sucediendo!” expresiones irritadas de gente que se levantaba de su lugar.

Uno más atrevido:

“¡Yo no quiero ver esa mariconería!”.

Más de una persona, como fantasma o sombra en esa oscuridad, salió de la sala para buscar al responsable que corrigiera la proyección. Uno de esos jovencitos uniformados de rojo que checan los boletos y te dicen el número de asiento que debes ocupar.

5 minutos de película que nadie quería ver en ese momento.

Chiflidos, el coro de viento para estos casos, sin llegar al de las cinco notas o sonidos  que hacen referencia al origen materno.

Nadie grito “¡cácaro!”.

Seguro que saben que ahora la proyección es digital y se controla por computadora. Se pulsa una tecla y se deja funcionando, sin necesidad de que alguien esté en ese cubículo pequeño de donde sale la luz que ilumina la pantalla.

Todo bien hasta que sucede la falla inexplicable de la moderna tecnología. Las computadoras no son perfectas.

Vuelve la normalidad a la sala una vez que ha sido reprogramado el ordenador, aparece el protagonista Tom Cruise.

Sentí nostalgia por el “cácaro”. Nadie lo recordó. Por lo visto, hace tiempo que lo “mató” la computadora.

Parecía haber leído mi mente al descender y posarse en el ralo pasto. Por días lo había buscado para agradecerle su canto de todas las mañanas, justo cuando empieza a clarear, en el crepúsculo. De pico amarillo y plumaje gris con mancha marrón, una combinación de gorrión y mirlo. Bajó del frondoso y alto pino, seguido de sus coros, cuatro tortolitas.

Altivo, con el pico levantado, daba diminutos brincos y exhibía su mejor perfil a la cámara telefónica. Se estaba luciendo, porte de estrella, orgullo y osado, sin temor al intruso que le observaba y fotografiaba.

Su sonido agudo es de cuatro movimientos, repetidos cada tres segundos. Sincronía y armonía. Melodioso y acompañado por el piar de las otras aves color canela. Un quinteto emplumado, una expresión de la naturaleza en la selva de concreto, donde lo cotidiano es la contaminación, el tráfico, los accidentes, la inseguridad, el ulular de ambulancias y patrullas.

En esa maraña de la ciudad de México escuchar el canto de los pájaros es un privilegio, las notas que entran por la ventana abierta y llegan a los oídos para despertar sin sobresaltos como sucede cuando se programa y suena el despertador. El sonido musical es natural y puntual, a partir de las seis de la mañana. El canto termina una vez que el sol despliega sus rayos.

No es casual su presencia cotidiana, hay una empleada doméstica que los abastece regularmente de alimento, en una esquina de la calle, sobre la banqueta. Aterrizan en parvada gorriones, tortolitas y palomas. Se refugian y duermen en los árboles que todavía conserva la urbe.

Es tal el ajetreo, las ocupaciones, el trabajo, la escuela, la rutina veloz de cada día, el ruido de los autos, que muchos ni se percatan del sonido de las aves en calles y colonias de la zona metropolitana. Hay que detenerse un momento para apreciarlo y disfrutarlo.

A mi me toca despertar con esa música. Una delicia. Por eso salí a buscar al cantor entre las ramas del pino, para darle la gracias. Como si adivinara mis intenciones, bajó con sus coristas al césped. Se comportó como todo un artista, sin rehuir al reconocimiento. Poses en distintos ángulos, de frente, de perfil y por atrás. Feliz de su éxito. Cuando el espectador dejó de fotografiarlo, emprendió el vuelo seguido de las tortolitas.

Al ver lo que ocurría al interior del Metrobús me quedé pasmado, admirado porque sucedía algo distinto a las advertencias recibidas y que te preparan para incursionar en el transporte público: ¡cuidado con la cartera y tu teléfono!

Cartera no uso y el teléfono lo guardé en lugar secreto.

Una vez adentro, empecé a perder el miedo. Se disipaba el temor al bolseo y cacheo, aunque también debo decir que la unidad iba a un 85% de su capacidad. O sea, todavía era posible caminar por su pasillo sin empujar al vecino.

Ya relajado observé a los pasajeros que tenía cerca.

Uno de pie y leyendo; dos sentados y dormidos; otro mirando hacia la calle; el siguiente con audífonos puestos y un vaso cafetero en la mano.

A los dormilones nada los perturbaba, seguro traían un reloj interno programado para despertarlos en el momento de llegar a su estación. Uno con los brazos cruzados y el otro con los brazos estirados y descansando sobre su cuerpo. ¿Qué estarían soñando? Ninguno se veía con rostro feliz pero tampoco sufrido. Simplemente dormían, sin roncar.

El de los audífonos con el volumen para que la voz de Alejandro y Vicente Fernández, cantando “me olvidé de vivir”, fuera escuchada por otros viajeros. Cada vez que la unidad se detenía, le daba dos sorbos a su café.

Admirable el equilibrio de quien iba de pie y leía. Su libro era “La visión de los vencidos” de Miguel León-Portilla.

Otro más, joven veinteañero, también con audífonos y su camiseta dorada de los pumas universitarios, fuera del lente fotográfico, escuchaba “Looking for a dream” interpretada por el moreno americano Nick Cannon.

Les encanta a los muchachos el sonido fuerte y lo que menos importa es el daño irreversible que le causan a sus órganos auditivos. Sus gustos los tiene que disfrutar o aguantar el individuo que tienen a corta distancia. Era el caso de los que viajaban en este Metrobús.

Subió una señora con la piel de su rostro abrillantada por el sudor, bajita de estatura y delgada. Directa al asiento trasero. Apenas se sentó y a dormir.

Hay quien prefiere ver Tele Urban, con vídeos de artistas y publicidad.

Ninguno de ellos angustiado porque fuera a ser registrado por quien o quienes están acostumbrados a quedarse con lo que no es suyo.

Para la próxima, cargo con mi libro en turno y que el teléfono se cuide solo.

 

 

 

Quirino apenas tenía cinco años, inquieto como todos los de su edad. Travieso, osado, atrevido. Con una sonrisa que encantaba a los adultos dispuestos a ceder en sus exigencias, en sus juegos.

La época de los ochentas, todavía no llegaba el furor del Internet, ni del Facebook ni del twitter. En ese entonces, lo que dominaba a los niños era la pelota, patearla, meter gol, imaginar su juego.

Sus padres lo dejaron en la casa de la abuela. Como todas o casi todas, feliz con su nieto. No tardó mucho en darle una pelota.

La casa era pequeña. En la entrada un zaguán, espacio de metro y medio por cuatro metros, que se reducía porque estaba flanqueado de macetas con plantas diversas. El ornato colorido para recibir a las visitas.

Empezó a jugar.

También ahí vivía una tía, con el carácter gruñón, divorciada y la pena de que su única hija falleció por extraña enfermedad a los 20 años.

De inmediato su grito aterrador de advertencia: “¡Va a romper las macetas!”

Quirino se contuvo por un momento, pausa al juego. Le entró miedo. Había visto el rostro amenazante de su tía.

Sin embargo, el grito complaciente de la abuela lo animó a seguir su partido imaginario, con sus adversarios fantasmas.

¡Déjalo que juegue, es un niño –fue la reacción de su abuela acompañada de una sonrisa para su nieto.

Fue la luz verde.

La pelota rebotaba por todos lados, hasta que le atinó a una maceta y la rompió.

Silencio absoluto.

La tía se asomó al zaguán recordando su advertencia.

Quirino estaba más que asustado, temía peor. No había forma de reparar la maceta. Se aceleró su corazón.

Justo cuando la tía se le acercaba, apareció la abuela con una escoba, un recogedor y una sonrisa protectora.

Respiró.

La tía dio marcha atrás, media vuelta, no sin antes exigir que el pequeño levantara lo destrozado.

Su abuela volvió a sonreírle e hizo la limpieza.

Consentidora con su nieto, le dio un beso.

El recobró la calma, la abrazó y le devolvió la pelota.

Ese día era 14 de febrero.

Arturo Zárate Vite

 

 

Es licenciado en periodismo, egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, con mención honorífica. Se ha desempeñado en diversos medios, entre ellos, La Opinión (Poza Rica, Veracruz) Radio Mil, Canal 13, El Nacional, La Afición y el Universal. Más de dos décadas de experiencia, especializado en la información y análisis político. Ejerce el periodismo desde los 16 años de edad.

Premio Nacional de Transparencia otorgado por la Secretaría de la Función Pública, IFE, Consejo de la Comunicación, Consejo Ciudadano por la Transparencia e Instituto Mexicano de la Radio. Su recurso para la protección de los derechos políticos electorales del ciudadano logra tesis relevante en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, con el fin de conocer los sueldos de los dirigentes nacionales de los partidos.

Además, ha sido asesor de la Dirección General del Canal Judicial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y Coordinador General de Comunicación y Proyectos de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Es autor del libro ¿Por qué se enredó la elección de 2006, editado por Miguel Ángel Porrúa.

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