Estampa inolvidable, la niña que baila bajo la lluvia, en el balcón de su casa, en el quinto piso de edificio en la Ciudad de México.
Quizás aburrida o cansada del encierro casero por el Coronavirus, decidió salir al balcón, con paraguas de su tamaño y acompañada de adulto. Era posible verla a distancia estimada de 200 metros. Llovía.
A los padres no les gusta que sus hijos se mojen. Evidente, contó con autorización, licencia especial para compensarla por el largo tiempo en cuatro paredes.
Lluvia vespertina de primavera en la gran ciudad, común, a veces hasta con granizo. Sobra tiempo para ver llover. El cielo estaba nublado y el pronóstico del tiempo la había anticipado.
La primera gota y luego muchos otras, aunque sin relámpagos ni rayos. Nadie en la calle. Desde la ventana, observación del entorno, en particular los edificios de enfrente y en uno de ellos la niña, aproximadamente siete años, con su paraguas propio para su tamaño. Rostro sonriente. Su boca abierta, como si cantara. Estaba feliz, caminaba de un extremo a otro del balcón, unos cuantos metros, sin que el adulto la descuidara, pendiente de la menor, de sus movimientos. Era ella, su paraguas y la lluvia, la imagen de Singin´ in the Rain.
Por su corta edad, lo más probable es que no sepa de la película de Gene Kelly entrenada en 1952, Cantando bajo la Lluvia, catalogada como el mejor musical del cine estadounidense.
Estampa para quedarse grabada en la mente, por las circunstancias, porque todos deben estar bajo techo y encerrados para enfrentar la pandemia. En tiempos normales, si es que se puede hablar de normalidad en el siglo XXI ante tanto sobresalto que sufre el mundo, es muy probable que no hubiera hecho lo mismo de pedir salir al balcón con su paraguas y contactar el fenómeno pluvial. El adulto en el marco del ventanal, pendiente de la pequeña.
Escena de 10 minutos. La niña con su caminar de un extremo a otro del balcón, entretenida en un juego musical a la intemperie, cantando bajo la lluvia, así hasta que se retiraron. Ella con una sonrisa en sus labios, por su encuentro directo con la naturaleza.
Un juego o una travesura producto de su creatividad, para romper con la monotonía de todos los días, los juegos de mesa, videos y las clases en línea, el no poder salir a la calle.
Encontró lo diferente, se divirtió en el balcón, hizo recordar a Gene Kelly y su Singin´ in the Rain, le ganó una partida al maligno Coronavirus, porque no pudo evitar que ella cantara y lo hiciera bajo la lluvia.

Para el 10 de mayo, las madres tienen garantizado que la familia va a estar en casa, al menos. No podrán salir a comer ni a ningún otro sitio, salvo que quieran exponer su salud. Los hijos estarán cerca, en la sana distancia, sin abrazos ni besos, todo el día y la noche, como ha sido desde que empezó la emergencia.
A diferencia de otros años, por el Coronavirus no hay preparativos para el acostumbrado festival en escuelas ni en instituciones públicas ni privadas, ni en plazas ni parques.
Tampoco niños y niñas ocupados en elaborar con ayuda de profesores una artesanía de regalo. Anulados planes para llevarla a comer u organizarle velada musical, las mañanitas con trio, mariachi o los amigos y amigas que van de casa en casa para halagar a su respectiva progenitora. Integrantes de familia, si quieren, en su hogar, podrán bailar y cantar.
La venta de flores no es una actividad esencial, pero quizás haya más de un atrevido que abra su expendio con la esperanza de que lleguen habituales compradores en busca del ramo o flor favorita de la madre. No dejaría de ser una acción de riesgo para las partes. Quienes acostumbran ir al panteón, tendrían que esperar mejores tiempos.
También están cerrados restaurantes, aunque más de uno ofrece servicio a domicilio, que será alternativa de quienes puedan pagar la comida. Otra opción, con menos recursos económicos, hijos e hijas, meterse a la cocina y preparar algo sencillo. Es un día en que la madre quiere trato de reina, no hacer nada.
El festejo maternal exigirá creatividad para que no pase desairado o disminuido ni alcance escenario virtual. Hay que dar por hecho que algo extraordinario ocurrirá, porque madre solo hay una y es venerada mucho más que cualquier padre en el mundo.
Creatividad sobra en la sociedad, la hemos visto en especial en estos días con los internautas; sus imágenes, videos o “memes”, divertidos unos, ácidos y agresivos otros. Creativos. También gente que se asoma por la ventana o por el balcón para cantar o aplaudir al personal médico.
Las calles de la ciudad no se atestarán de autos y mucho menos a la hora de la comida o de la cena. Dejará de ser el día rompe récords por el excesivo tiempo utilizado para llegar al restaurante o a la casa designada para el festejo. Así se ponía el tránsito o tráfico.
La oportunidad es para los que han venido recorriendo calles con su música: el trompetista, el tamborilero, el organillero y el marimbero. Por unas cuantas monedas, dispuestos a tocarle o cantarle a la madre. El tiempo, dependerá del monto de la propina.
El Día de la Madre, el Coronavirus amenaza con imponer condiciones al festejo.

A más de un mes de que se decretó la emergencia sanitaria por el Coronavirus, las reglas han cambiando en casa, ahora cada quien hace su desayuno y su cena, en las comidas la responsabilidad es compartida; las compras de la despensa también se deciden en equipo.
Prevalece el diálogo, no hay quien pretenda imponer algo y mucho menos actuar como dictador o dictadora o que todo se haga como quiere uno de los integrantes de la familia.
En el hogar, prevalece el consenso, el respeto, convencimiento y entendimiento, lo que no significa ausencia de diferencias o de discusión; también hay desacuerdos y se alza la voz. No hay familias perfectas, como la sociedad tampoco es perfecta ni su gobierno.
Nada de que la voz mayoritaria la tiene el proveedor porque es el origen de los recursos o de que la casa es una zona que corresponde controlar a la madre porque ella es la que regularmente ha dispuesto lo que se hace al interior.
También hay fake news, noticias falsas dentro de casa, generadas por el seguimiento que se le da a lo que se divulga en redes sociales, sin tomar en cuenta si se trata de fuentes confiables. Versiones que llegan a crear sobresaltos o alarmas desmedidas.
“¡Se va a acabar el mundo, nos vamos a morir todos!”, expresión de doña Carmen derivada de la lectura en su Tablet. Despertó y lo primero que hizo fue revisar las “novedades”. No aguantó el llanto y con angustia en su rostro, soltó su temor ante la familia.
Pronto los comentarios tranquilizadores de quienes la habían escuchado. No se puede creer todo lo que aparece en las famosas redes sociales, salpicadas de amargura y mentiras.
Doña Carmen es la señora de la casa en una familia de cuatro personas, los padres y dos hijos, que por la emergencia sanitaria provocada por el Covid-19, ajustó reglas, en la austeridad, crisis económica y medidas determinadas por la autoridad para enfrentar al virus.
Lo más valioso y apreciado por el cuarteto es que las decisiones se toman por consenso. Hay cambios de conducta espontáneos, en beneficio de la comunidad y la convivencia. Nadie se siente soberano ni tocado por la divinidad. La realidad obliga a ubicarse, no perder el piso.
Sorprende que uno de los hijos resolvió que su contribución sería hacerse cargo del área de lavado; otro asumió la responsabilidad de ir por la despensa; compartida la limpieza del baño, además del aprendizaje intensivo del uso de la escoba y el trapeador. Los padres ocupados en el manejo financiero, en medir gastos pero sin llegar al extremo de quitar o reducir programas básicos o derechos establecidos en la Constitución.
En casa cada uno lava sus platos.

Entró como un rayo a su casa, sin la menor intención para detenerse a responder preguntas sobre qué futuro tenía su trabajo; marcado el entrecejo, la cara a punto de la parálisis y los ojos, sin parpadear, como si quisieran ver hacia sus adentros, para no toparse con ninguna mirada en el camino. Gesto de enojo, señal de que su mundo había dejado de ser feliz.
Días antes, cuanto empezó la emergencia por el Coronavirus y autoridades hicieron un llamado para que empresas no despidieran ni bajaran sueldos, Emilio estaba contento.
La empresa, pequeña, diseñadora de camisetas, con número de empleados que se contaban con los dedos, como muchas otras de su tamaño, estaba obligada a cerrar por disposición oficial. Lo hizo de inmediato y a los trabajadores los mandó a su casa, a la sana distancia. Les garantizó que tendrían asegurado el pago del mes, sin descuento alguno.
Emilio, empleado modelo, por responsabilidad, empeño y eficiencia, tenía ganada la confianza de sus patrones. Lo habían hecho supervisor. No faltaba al trabajo por ningún concepto. Puntual y dedicado. Llueva o truene. Por su sentido del deber, haría lo mismo si temblara.
A pesar de su edad, joven, por ese afán de cumplir, hasta canceló sus festividades de fin de semana. Trabajaba sábados y domingos. Prácticamente toda la semana, un día de descanso. 10 horas diarias. Intenso. Ingreso de once mil pesos, sin seguro social ni prestación extraordinaria.
Gastaba en su persona, en sus gustos alimenticios chatarreros, teléfono, ropa de marca y en sus zapatos. Más que suficiente para financiarse. Vive con sus padres, así que no tiene que pagar agua, luz, gas ni renta. Tampoco las tres comidas diarias ni la ocasional pizza, solicitada a domicilio.
Estaba ilusionado porque la empresa quería hacerlo socio, con una modesta inversión que pagaría con su trabajo. Hacía planes, revisaba los pasos a dar para el cumplimiento fiscal, solicitaba asesoría de su familia para asegurarse de que todo estuviera en orden, sin sorpresas para nadie. A punto de aterrizar el plan, se atravesó el Coronavirus.
Apenas había transcurrido la quincena cuando le llamaron para reiterarle que la empresa cumpliría con la mensualidad, pero nada más, porque había decidido cerrar ante inminente quiebra. El patrón ofreció indemnizarlo, siempre y cuando vendiera sus insumos, las computadoras con que operaba.
Emilio pronto se dio cuenta que no obtendría ni un centavo más. Consideró la posibilidad de una demanda laboral. Hizo cuentas. También puso sobre la mesa el desempeño de la autoridad para resolver estos conflictos. Llegó a la conclusión de que la justicia en México no es ni pronta ni expedita.
Optó por cerrar este capítulo, revisar otras alternativas, esperar a que pase el impacto de la pandemia.
El día que llegó a su casa, convencido de que la pequeña empresa estaba tronada y que no le daría un centavo más, con su rabia contenida, sin poderla disimular en la cara, se encerró en su cuarto, a digerir la mohína, en silencio.
A la hora de la comida, salió de su cuarto, para averiguar que había preparado su mamá. Había relajado su semblante. Dibujó una sonrisa. Tenía la certeza, al menos, de que no faltarían alimento ni un lugar donde dormir. Y la esperanza, por el anuncio institucional de que se crearán miles de empleos una vez que pase la emergencia.

En medio del Coronavirus y restricciones sanitarias, justo cuando se avecinan días cruciales de la pandemia, cuando vamos hacia el pico de contagiados, se juega la vida el comercio informal que recorre calles de la Ciudad de México en vehículos de dos, tres y cuatro ruedas, sin motor.                                                                Habían dejado de circular. Han vuelto quienes evidentemente tienen un negocio ajeno al catálogo de actividades esenciales autorizadas. Arriesgan la salud de ellos y sus clientes. Se exponen a que personal de alcaldías los sancione y retire de la vía pública.
Primero escuché al de la camioneta que compra colchones, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas y fierro viejo para revender. Me pregunté: ¿alguien se atreverá a dejar su encierro para llamarlo y ofrecerle artículos inutilizados? La camioneta pasó de largo frente a mi edificio con su bocina y carraspera voz grabada de mujer como anunciante. El peregrinar se ha repetido.
¿Está incumpliendo el acuerdo de la autoridad? No lo hace por gusto, ni por violar una disposición administrativa o desobedecer a quienes ordenaron la medida. Lo más seguro es que sus bolsillos están vacíos o a punto de quedarse vacíos y en la alcancía no queda nada. Trabajas o no comes. Preocupado, desesperado y angustiado por la caída del ingreso.
Sin duda está más expuesto al contagio, sobre todo si no trae tapaboca, ni careta ni guantes.
Igual el caso del que vocea “tamales calientitos”. Ya lo escucho por las noches, otra vez. Desde la ventana observo que no falta quien le salga al paso y le pida uno oaxaqueño, acompañado de atole o café. Ahí va en su tricíclico, en acostumbrado recorrido. Dejó a “Su-sana-distancia” en casa.
También está de nuevo en la calle el que recopila periódicos y cartón. Y el carrito de los camotes y plátanos, suena su silbato como si fuera una locomotora, para atraer a su clientela.
Los que se han mantenido en la calle, desde el primer día de la emergencia, son los músicos. A a veces es el trompetista; otras, los marimberos o el organillero. Suertudos, desde el balcón y la ventana les avientan dinero, para no romper la regla de la sana distancia.
Me tocó escuchar a un trompetista que accedió y acompañó al vecino que tocaba en su casa, en su teclado, “Cielito Lindo”. El premio fue un billete de veinte pesos para el itinerante.
Pareciera que no tienen otra alternativa, forman parte del trajín citadino, personajes del folklore de la CDMX, algunos sin importar ser de la tercera edad, los más amenazados por el Coronavirus.
Se juegan la vida en la calle, por hambre.

Aquí sigo, entre cuatro paredes. Identificó a la distancia la voz de una niña, rompe el silencio de la calle. Juguetona, divertida, risas en cuarentena, inocencia que no teme al Coronavirus. Solo ella entre vecinos de 6 edificios, de cinco y siete niveles. ¿Qué no hay más niños y niñas? Imagino que deben estar ocupados y comunicados a través de las redes, de sus teléfonos, así deben jugar.
Recuerdo que no hace mucho escuché a un pequeño extrovertido en reunión familiar que de esa manera se entretenía después de clases y hacer la tarea en casa. Presumía que podía seleccionar con quienes jugaría y a quienes no invitaría en esta especie de videoconferencias que ahora han descubierto los adultos en instancias oficiales.
En mejores tiempos eran días de preparativos para la celebración del Día del Niño el 30 de abril. Hay que decir del niño y la niña, porque así mandan los nuevos cánones sociales, la equidad de género. Hoy están en casa, sin poder ir a la escuela, por orden de autoridades educativas y de salud, para cuidarlos y cuidarnos, para evitar la expansión del virus.
Como no puedo ver qué hacen más niños y niñas en casas o al menos escucharlos, ni se si están entretenidos con videojuegos o con clases por Internet, registro nada más la voz de la niña, es lo que me consta, en el conjunto habitacional. A la hora de la comida mi hijo asegura que ahí viven una niña y un niño, que son los que juegan y ríen, que son los que escuchamos mañanas y tardes, en su recreo, sin la preocupación que cargan los mayores, los de la tercera edad. A los infantes el Coronavirus parece guardarles respeto, no se ha metido con ellos como lo ha hecho con los adultos.
Cero preparativos para acostumbrados festejos del último día del mes. Tampoco hay pregoneros o activistas alzando la voz por los derechos de los niños y niñas o el anuncio de acciones coordinadas para reforzar valores que la sociedad ha extraviado.
Agrada escuchar la voz juguetona de la niña, pero no es la única que rompe el silencio de la calle, le compiten músicos, el que toca la trompeta, el de la tambora, los marimberos y hasta el organillero, en busca de clientes que les den o avienten una moneda, porque los peatones cotidianos, por salud y recomendación de autoridad, están en sus respectivas casas.
Al menos en la calle de la Ciudad de México que tengo a la vista, los niños y las niñas no se ven, aunque hace tiempo que han dejado de salir, por la inseguridad. Ahora, ni acompañados de sus padres los veo caminar. Las escuelas, cerradas, hasta vencer al Coronavirus; mientras, aprendizaje en línea o por televisión.
Seguiré escuchando a la distancia la voz y risa de la niña, contagia.
En las noches, al mirar por la ventana, llama la atención la romería de adultos que pasean a sus mascotas. En una mano llevan la correa y en la otra el teléfono. Más de uno en conversación con su celular. En tiempos ancestrales dirían que “está loco, va hablando solo”.
Prevalece el silencio nocturno, no hay fiestas, ni serenatas ni mañanitas ni reventones de fin de semana. Es tal el silencio que hasta mi cuarto llega el sonido o ruido arrullador que hace el motor del refrigerador en la cocina.

Por el Coronavirus, por el desbordamiento urbano, por la tala de árboles para dar paso a nuevas construcciones o porque perdió la vida en el hocico de un canino acostumbrado a cazar lo que vuela, el hecho es que el colibrí, la pequeña ave que mueve sus alas a una velocidad promedio de 90 veces por segundo, no ha vuelto. Cada año, desde la ventana, en los primeros días de primavera, en horario mañanero, lo veía, apenas unos instantes y se iba. No faltaba a la cita. Esta vez, nada.
Era de tono gris, pico alargado, diminuto, ojos a los lados que parecían observar al curioso. Siempre me ha asombrado el movimiento de sus alas. Fugaz, como el comes y te vas, que practican los políticos.
La cuarentena ha permitido estar más atentos a los que sucede en el entorno, con la naturaleza, con los humanos y los servicios públicos.
También un ave, de pico amarillo, plumas café claro, que daba concierto día a día en primavera, antes de que cayera la tarde y entrara la oscuridad, no aparece. Quizás el árbol que utilizaba para posar, descansar y dormir, ya no existe. Hay otras pequeñas aves que mantienen su travesía, aunque no en número de tiempos y ambientes más ecológicos; igual sucede con las palomas, veo menos, pocas sin renunciar a su “cuu….cuu”.
Nada del colibrí ni del cantador vespertino.
Obviamente no se puede generalizar, hay variaciones. Depende del lugar. Esta historia tiene que ver con la colonia Nápoles, alcaldía Benito Juárez, en la Ciudad de México (CDMX). Acaba de avisarme el vecino que un habitante de la zona está contagiado del Covid-19. Menos asomo las narices. Mi hijo menor ha puesto doble llave a la puerta y la orden tajante de que nadie sale. Entiendo su preocupación.
Leer un libro, revisar las redes, lo que dicen los medios, hacer ejercicio, ver una película, conversar con la familia, jugar con los hijos, parte de la actividad cotidiana, en periodo de pandemia. Le dedicó tiempo a la calle, a mirarla. Escasean peatones y automóviles. No es exactamente una colonia fantasma. Tiene algo de eso.
Enmudeció el silbato del carrito de los plátanos y camotes. Por fin calló la bocina de la camioneta que compra colchones, refrigeradores y fierro viejo. Dejaron de circular por la emergencia. También los triciclos que venden pan y café, que tienen como clientes preferentes a trabajadores de la construcción. El camión recolector de basura con sus habituales recorridos.
Menos bullicio citadino, más horas sin ruido, para beneplácito de oídos.
Eso sí, mascotas estresadas por el encierro, ladradoras y aulladoras en algunos momentos del día. Inocentes de que el excremento se quede en banquetas o calles cuando sus dueños las sacan a pasear. Hay gente que no entiende la importancia de la salubridad.
Veo pipas de agua estacionarse frente a edificios. El nuestro no es la excepción. La presión del agua que sale de la llave se ha reducido en más de un 50 por ciento y no llena cisternas o depósitos. No es suficiente para todos, menos cuando las familias completas están en casa. Un aviso de que el destino nos alcanzó y ojalá lo tomen en cuenta autoridades. ¿Se imaginan si sigue el desordenado crecimiento inmobiliario y el aumento de la población mientras los servicios públicos no crecen? No hay más agua ni las calles se pueden agrandar. Los cables eléctrico, telefónico y de internet son una maraña.
Y a propósito de la electricidad, espero no espantarme cuando llegue el recibo de la Comisión Federal de Electricidad, porque ahora gastamos más, con todos en casa las 24 horas.
Lo que me anima y mantengo la esperanza es que aparezca el colibrí, maravilla de la naturaleza. Y si no es mucho pedir, el trinar vespertino cuando la claridad se va y llega la noche.

Regresaba a casa después de acudir al mercadillo dominical de la calle Filadelfia en la colonia Nápoles de la ciudad de México. A unos pasos de la puerta un castañeo combinado con un trinar me hicieron  llevar la mirada hacia arriba. Me quedé anonado, encantado. ¿Y esta recepción celestial? Bienvenida de lujo, regalo de la naturaleza, una estampa zoológica inimaginable, posaban sobre el alero de la entrada peatonal  una ardilla flanqueada por un sexteto de pajarillos.

Sus ojos diminutos clavados en mi humanidad, apenas hice un movimiento la ardilla corrió a esconderse y con ellas las aves, se internaron en el garaje, eso creí. Una vez que saqué la llave y abrí la puerta, no estaban ahí. Lamenté llegar cargado con las bolsas de frutas, porque en esas condiciones se descartó la posibilidad de usar el celular para fotografiar la escena.

Dejé las bolsas en el piso y sin hacer ruido esperé varios minutos, con la cámara lista. Volvieron del árbol del vecino. Se pasearon enfrente, los pájaros volando de un lado a otro, la ardilla dio el brinco a uno de los cables (hay tantos que ya no se sabe si son de teléfono, televisión o electricidad). Por poco pierde el equilibrio, escogió el más grueso y avanzó.

Maravilloso momento, en un sitio inesperado, en una colonia, como en muchas otras de la delegación Benito Juárez, en donde se han talado árboles para cederle espacio a inmobiliarias, a nuevos edificios que se han levantando sin considerar el impacto urbano, que han violado el uso de suelo y que han encontrado la forma de convencer a las autoridades para construir sin orden y en perjuicio de la calidad de vida de los vecinos, en detrimento de la naturaleza.

La contaminación ambiental, el exceso de automóviles, la reducción del abasto del agua, la eliminación de áreas verdes, el crecimiento poblacional, la insuficiencia de los servicios públicos, pero sobre todo la irrefrenable construcción de edificios, seguro que harán imposible volver a mirar esa estampa.

Está probado que para las autoridades delegacionales lo que menos importa es la calidad de vida vecinal y el respeto a la naturaleza.

La ardilla siguió su travesía por el cable, los pajarillos parecían brincar y cuidar al mamífero de color café oscuro de que no se fuera a caer. Los vi marcharse por el arbolado de cemento.

Momento mágico fulminado por lianas de plástico y concreto desordenado de nuevas construcciones; así hasta que se acabe con lo verde y los pequeños animales sobrevivientes de la colonia Nápoles.

Pareciera que se fue por la puerta de atrás, porque su partida no hizo ruido ni hubo aplausos en los estadios, tampoco guardias de honor en su sepelio, ni de amigos ni de otros grandes deportistas ni de aficionados al balompié. Don Nacho se fue en silencio cuando tenía más que ganado el reconocimiento de muchos, amantes o no amantes del llamado juego del hombre, que también ahora, por equidad de género, es el juego de la mujer, del hombre y la mujer.
Seguro que las mujeres que practican el futbol o les gusta el futbol, no lo vieron como entrenador del Cruz Azul, ni de la selección mexicana ni de otros equipos; muchos menos lo vieron jugar, pero saben que hizo historia, un maestro de la dirección técnica, una leyenda.
Como futbolista, Ignacio Trelles, Don Nacho, jugó con el Necaxa, el América, el Monterrey y el Atlante, equipos de primera división. No fue jugador estrella. Hace historia en la dirección técnica, como entrenador de equipos de futbol, de segunda y primera división.
Es el técnico con más partidos dirigidos, mil 83 según las estadísticas. Entrenador del Zacatepec, Marte, América, Toluca, Puebla, Cruz Azul, Atlante y Universidad de Guadalajara.
Sumó15 títulos nacionales e internacionales. El equipo de sus amores, Cruz Azul, donde estuvo siete años como entrenador.
Su gorra, un distintivo en su vestimenta. Su voz, inconfundible, áspera, bronca.
Personaje correoso que ni el Coronavirus pudo doblegar. Don Nacho murió a los 103 años víctima de un infarto.
Lo único que le quitó el Coronavirus fue el aplauso camino a su última morada, pero el reconocimiento, cariño y respeto de los aficionados al futbol, se los llevó Don Nacho en su corazón.

Eran apenas las cinco de la mañana, todavía la oscuridad de la noche no se había ido. Otro día de Coronavirus en plena primavera, en la ciudad de México, encerrado, en casa, sin poder abrazar ni besar a tus hijos, tampoco a la pareja. Todos en la sana distancia.
La preocupación de si había agua o no de la llave, de la que suministra el Sistema de Aguas de la Ciudad de México (Sacmex). Tres días atrás se había interrumpido el servicio, por una “falla de válvulas”. ¿Y ahora con qué nos lavamos las manos?. Día a día, desde que llegó el virus a territorio nacional, la voz mediática y oficial con la recomendación de lavárselas con frecuencia.
Apenas clareó, a revisar la llave de la calle. Estaba restablecido el servicio, con menos presión pero ya había agua. Resuelto el problema por los operadores o técnicos del Sacmex.
Por fin, otra vez, agua para lavarse las manos, para espantar o alejar al virus maligno, asesino; ha cobrado más de 30 mil vidas en el mundo. Alienta que en algunos lugares empieza a revertirse la tendencia, a disminuir los contagios y ganarle la batalla. Todavía tomará tiempo. Por desgracia, exterminará a más gente. México no es la excepción.
La vida sigue, también la primavera. Descubro que mi planta favorita, Agapanto blanco o flor del amor, florece; sus diminutos botones abren, la mitad de ellos, los otros lo harán en los siguientes días. La contemplo. La perfección de la naturaleza, a ella nada le hace el Coronavirus.
Bello su florecimiento, gradual, con paciencia, sin atropellarse, sin alterar su desarrollo natural, sana.
Observo detenidamente sus botoncitos y su transformación al abrirse, para cumplir su ciclo primaveral, perfecto. Sin queja alguna por estar sembrada en una maceta ni porque se haya quedado sin agua tres días. La veo alegrarse al recibir de nuevo su riego cotidiano.
Mi planta solo ha hecho lo que le corresponde hacer, de acuerdo con su naturaleza y el resultado es perfecto. Tiene fama de atraer al colibrí. Con paciencia espero verlo volar para hurtar el polen de la flor del amor. Lo he visto en otros lugares, ansío que aparezca y haga lo mismo.
Espero que el Coronavirus no espante a la maravillosa ave, que mueve sus alas a 90 veces por segundo, la más rápida. También carga la fama de ser un imán para el amor.
Así que estoy ante la flor del amor, con suficiente tiempo, por la cuarentena, para ver el momento de su encuentro con el colibrí.
Regalo de la naturaleza en la primavera del Coronavirus en México.

El Palacio de Iturbide alcanzó la etiqueta de Palacio cuando lo habitó el emperador Agustín de Iturbide.
Un palacio que estuvo a punto de perderse, llegó a ser vecindad, sin mantenimiento; hay techos que tenían que ser apuntalados para que no se cayeran.
Lo que nunca ha cambiado es su fachada barroca.
Primero sirvió para que viviera una familia muy, muy rica.
Es fascinante el origen que tiene este lugar, ubicado en madero 17, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Casona del siglo XVIII.
Para financiar el Palacio de Iturbide se utilizó dinero de una dote, esa dote que es la donación especial que entrega la familia de la mujer a su marido. Costumbre de esos tiempos. Cuando se casaba una hija, los padres tenían que ayudar al yerno
Resulta que la hija de un marqués y una condesa, de los más ricos del México del siglo XVIII, de nombre María Ana, decide casarse con el italiano Pedro Moncada, príncipe siciliano. Estaba acostumbrado a la buena vida y famoso por su facilidad para gastar dinero.
Se frotaba las manos de saber que por casarse con María Ana, la hija del marqués y condesa, recibiría una donación estimada en 200 mil pesos.
El suegro no estaba nada feliz con darle ese dinero a su yerno, temía con justificada razón que lo derrochara.
Resolvió que sí le iba a dar la dote pero en especie.
Los 200 mil pesos se invertirían en una casa lujosa, con todas las comodidades y la elegancia de la época. Se hizo de tres pisos y se convirtió en el edificio más alto de la Ciudad de México.
¿Cuánto costó construir el llamado Palacio de Iturbide?
Ciento sesenta y tres mil pesos.
Ahí vivió el matrimonio, tuvieron dos hijos. La casa tenía hasta capilla guadalupana.
El hijo varón del matrimonio, una vez que falleció la madre y el padre regresó a Italia, se quedó con la casa.
Juan Nepomuceno, en 1821, le presta la casa al emperador Agustín de Iturbide. A partir de ese año deja de ser la casa de la familia Moncada para convertirse en el Palacio de Iturbide.
El emperador Agustín de Iturbide vivió en el palacio dos años, centro de la vida política y social del país. Ahí convivió con la famosa “Güera” Rodríguez, como amantes.
El emperador renunció a la corona en 1823 y se exilió en Europa.

Una vez que se fue Iturbide, el palacio cambió de dueño en varias ocasiones.
Fue rentado al Colegio de Minería. Después fue vendido y se transformó en hotel, en el hotel de más lujo de la Ciudad de México.
Hotel Iturbide con 170 habitaciones, un simple cuarto tenía costo de 6 pesos al mes y una habitación de lujo costaba ochenta pesos.
Para que funcionara como hotel se hicieron cambios en su estructura, adaptaciones y ampliaciones.
Después fue plaza comercial, luego oficina de gobierno y hasta vecindad.
También tiene su leyenda que se ha transmitido de boca en boca. Es la historia de la niña de la pelota.
En las noches se escucha el rebote de pelota y hay quien asegura haber visto a niña de trenzas rubias, ojos azules y vestido de negro.
En 1931 el Palacio de Iturbide fue declarado monumento histórico.
En 1965 lo rescató una institución financiera, actualmente Citibanamex.
Hoy está convertido en un palacio de cultura, dedicado a exposiciones y conferencias, la entrada es gratuita.
La historia del Palacio de Iturbide, construido con dinero de la novia.

Arturo Zárate Vite

 

 

Es licenciado en periodismo, egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, con mención honorífica. Se ha desempeñado en diversos medios, entre ellos, La Opinión (Poza Rica, Veracruz) Radio Mil, Canal 13, El Nacional, La Afición y el Universal. Más de dos décadas de experiencia, especializado en la información y análisis político. Ejerce el periodismo desde los 16 años de edad.

Premio Nacional de Transparencia otorgado por la Secretaría de la Función Pública, IFE, Consejo de la Comunicación, Consejo Ciudadano por la Transparencia e Instituto Mexicano de la Radio. Su recurso para la protección de los derechos políticos electorales del ciudadano logra tesis relevante en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, con el fin de conocer los sueldos de los dirigentes nacionales de los partidos.

Además, ha sido asesor de la Dirección General del Canal Judicial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y Coordinador General de Comunicación y Proyectos de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Es autor del libro ¿Por qué se enredó la elección de 2006, editado por Miguel Ángel Porrúa.

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