Hizo su arribo en una caravana vehicular más larga que la utilizada por el presidente de la República.
La comitiva se adueño de la calle de Donceles, con los flamantes autos negros del líder y su equipo. Más de una docena de guardaespaldas y otro tanto de colaboradores y ayudantes.
Había terminado la sesión del Senado en la vieja casona de Xicoténcatl, en el Centro Histórico de la ciudad de México. El líder del grupo priísta y presidente de la Gran Comisión, don Antonio Riva Palacio, como siempre, en su amplia oficina, atendiendo asuntos de último momento antes de irse a comer.
No se hizo ningún anuncio o por lo menos no se informó a los periodistas que llegaría el dirigente petrolero.
Se descubrió el secreto hasta que apareció la caravana de automóviles. Se hizo la logística para que entrara por la puerta lateral, con el único fin de que no fuera molestado por los reporteros.
Impecable su traje, cortado a la medida, zapatos relucientes, sonriente y saludador con los suyos.
Personaje del poder. Guiado de inmediato y directo a la oficina de Riva Palacio. Nada trascendió de lo platicado entre ellos. Era conocida la discreción del senador y “La Quina” tampoco reveló nada.
Para que no fueran molestados y nadie parara oreja o la acercara a la puerta, se apostaron dos guardaespaldas, cada uno con una bolsa de trapo, como si cargaran los regalos de la ocasión. Utilizaban los dos brazos para ello. Era evidente que ocultaban sus herramientas, armas, quizás metralletas, no las exhibieron. Ahí estuvieron hasta que concluyó el encuentro, con el rostro endurecido y mirada escudriñadora.
No se quedó a comer. Únicamente platicaron. Se fue como llegó, sin que nadie lo molestara, con su aureola de poder petrolero, sonriente.
Apenas se marchó, la calle volvió a las normalidad, no era la comitiva del presidente sino de Joaquín Hernández Galicia.
Jamás trascendió lo que conversó con don Antonio.
El día que "La Quina" entró al Senado
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