En el Plan B de la reforma electoral no puede estar todo mal, algo bueno debe tener y por ello la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) se va a tomar su tiempo para revisarlo a fondo, para decidir si lo anula todo o solo partes que sean contrarias a la Constitución.
Los que se oponen a dicho plan aprobado por el poder legislativo, lo ven como riesgo para la democracia mexicana, para la organización de las elecciones de 2024. No quieren saber nada del texto. Por lo pronto celebran que el ministro Javier Laynez Potisek haya suspendido su aplicación.
Oposición e inconformes del Instituto Nacional Electoral (INE) no han dudado en presentar controversias constitucionales ante el máximo tribunal de nuestro país. Esperan que el máximo tribunal deseche el documento.
En contraste, los que elaboraron la reforma y que niegan que pretendan acabar con el instituto electoral, argumentan que buscan perfeccionar la actuación del citado organismo y evitar desperdicios presupuestales. Están convencidos de que se gasta demasiado dinero, de que hay derroches y que son inmorales las percepciones de los consejeros.
Son posiciones radicales, declaraciones encontradas, valoraciones válidas y exageraciones.
No tiene lógica, ningún sentido que el actual grupo en el poder aspire a terminar con el organismo electoral.
¿Para qué? ¿Para asegurar el triunfo en 2024? ¿Para burlar la voluntad popular? ¿Para hacer trampa?
Hay que recordar la forma en que ganó las elecciones presidenciales de 2018, arrasó compitiendo con las actuales reglas. Obtuvo la presidencia de la República sin el menor asomo de duda y alcanzó la mayoría necesaria en el poder legislativo para realizar reformas constitucionales.
Tampoco olvidar que el actual grupo en el poder no se ha dejado de quejar de lo sucedido en el proceso electoral de 2006, donde la diferencia entre el primero y segundo lugar fue menor a un punto. Siempre ha creído que hubo fraude, que le ganaron a la mala. Al final, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación confirmó el triunfo del candidato oficial, sin dejar de subrayar el riesgo que significó para la equidad de la competencia la intromisión del entonces presidente Vicente Fox. Así está en el expediente.
Entonces, ¿por qué ahora el mismo grupo impulsaría una reforma que pudiera poner en duda el resultado de 2024 si es de lo que más se quejó en 2006, al grado de cerrar por varios meses la avenida Paseo de la Reforma, en perjuicio de los habitantes de la Ciudad de México?
Seguro que la reforma no es perfecta y pareciera desechar lo avanzado, lo que está probado que funciona. Por ejemplo, la estructura de las vocalías ejecutivas, integradas por cinco personas. Lo que hacen cinco personas en la actualidad, sería excesivo que en lo sucesivo lo haga una. Otro caso es la composición de los comités distritales, pasarlos de seis a cuatro consejeros.
En contraste, uno de los puntos a favor es que los votos empezarían a ser contados por los consejos distritales el mismo día de los comicios, ya no tendrían que esperarse hasta el miércoles. Lo que no se termina de entender y suena a duplicidad es que al mismo tiempo operaría el programa de resultados preliminares.
Cada quien ve lo que le conviene, voces en contra y a favor. Ni todo es negro ni todo es blanco en la vida y en la política.
Si la Suprema Corte de Justicia de la Nación le dieran toda la razón a los que se oponen al plan B, en 2024 se volvería a competir con las reglas aplicadas en 2018, cuando Andrés Manuel López Obrador al frente de la llamada izquierda alcanzó 30 millones de votos.
¿Tiene algo de bueno el Plan B?
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