Se aproximaba la navidad y mi amigo Jesús estaba encerrado en un espacio de tres por dos metros. Daba por hecho que ahí pasaría el festejo del 24 de diciembre. No tenía ninguna noticia de su familia, ningún aviso, ninguna llamada telefónica y ni una visita.
En su mente se repetía una y otra vez la película de su drama, de un encierro inesperado e injusto. Le tendieron una trampa y pisotearon sus derechos humanos. Se torció la ley.
Ahí estaba tras las rejas, en prisión, protagonista de una pesadilla. A tres días de la navidad. El supuesto delito del que era acusado no estaba clasificado como grave, tenía derecho a fianza. Inexplicablemente lo habían llevado a un centro de readaptación de máxima seguridad, como si fuera parte de la lista de los más buscados por la policía.
Jesús contaba los segundos, los minutos, las horas. Impactado por su situación y sin perder la esperanza de que pronto recobraría la libertad. Lo había torturado gente que se supone es responsable de que prevalezca el orden en esos lugares y que paradójicamente se les llama “custodios”. Su coraje, rabia e impotencia las contenía en su interior; hacia fuera procuraba mantener la calma, la cordialidad y reflexión, no dejaba de orar en silencio.
El dolor de los golpes ni lo sentía. “¿Con qué le pegaron?”, era la pregunta que le repetía su compañero de celda. No daba crédito al daño que observaba, sugería denunciar la tortura, porque de lo contrario, le advertía, a la siguiente lo van a matar y van a decir que se suicidó. A Jesús lo que más le dolía era la injusticia de la que era víctima y la incomunicación con su familia. Por los días festivos, su interlocutor daba por hecho que ahí pasaría la navidad. Le anticipaba que habría pavo para la cena y frijoles.
Les cuento esta historia porque describe el grado de corrupción, injusticia e impunidad a la que se ha llegado en México. A Jesús lo encerraron sin concederle su derecho constitucional de audiencia, sin darle oportunidad a la defensa previa cuando surge una acusación. El día que lo detuvieron lo pasearon prácticamente todo el día, antes de ponerlo a disposición de la autoridad, que se supone debe ser de inmediato. Una cadena de atropellos.
No se resignaba a pasar por primera vez en su vida un 24 de diciembre en esas condiciones. Cerraba los ojos por la noche, pero no dormía. Durante el día compartía las tareas de limpieza con su compañero de estancia e intercambiaban versiones sobre los motivos por los que estaban en ese sitio. Tuvo tiempo para construir su hipótesis de quiénes y porqué le tendieron esa “trampa navideña”, con “hechos” inventados.
Sufría ante la posibilidad de que no estuviera con su familia en la “nochebuena”, con su esposa, con sus hijos, con sus hermanos y hermanas, tías y tíos, con su padres y abuelos.
Justo un día antes del 24 de diciembre, el anuncio de que saldría libre. Su familia lo esperaba en la puerta, lloró como nunca lo había hecho antes. Sacó la rabia que había guardado, gritó y mentó madres, respiró. Se abrazó con los suyos y juntos marcharon a casa, a la cena de navidad.
Trampa navideña
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