Caía la noche, Jorge no paraba de jugar, apenas tenía cuatro años. Incansable, con la energía propia de la infancia. Iba de un lado a otro en el patio. El juego de los quemados con otros dos amiguitos. Tiempos en los que la violencia e inseguridad no eran tema de conversación cotidiana y menos en un pequeño pueblo de apenas cinco mil habitantes. Tihuatlán, enclavado en la zona norte de Veracruz. Casas en su mayoría construidas de adobe, techo de lámina de cartón, color negro.
A la distancia, cuando decidía tomar un respiro, miraba hacia la puerta de la casa, una sola pieza, ocupada en el centro por un féretro gris, flanqueado por cirios encendidos, algunos ramos de flores blancas. Ni la menor idea del significado de la fúnebre escena. Volvía al juego con la alegría de la inocencia. Había escuchado que velaban a su madre pero nadie se había atrevido a explicarle el suceso. Daba por hecho que al día siguiente la seguiría viendo. No tenía motivos para preocuparse, alarmarse o ponerse triste. Suponía que dormía.
Rostro feliz, sonriente, como debe ser el de todo niño. Quizás para no perturbar esa inocencia nadie le puso freno ni lo obligó a guardar compostura o la quietud que exigía el momento.
Otro respiro, otra mirada hacia el interior. Si la caja gris no se había movido, entonces su mamá seguía descansando, durmiendo. Él en lo suyo, en el juego. Una imagen de contraste, por un lado la pureza propia de su edad y por el otro la muerte llevándose una víctima más.
Al día siguiente, a caminar por un lugar donde abundaban las cruces. “No pises ahí”, escuchó que alguien le decía cuando intentó subirse a lo que creyó era un peldaño y se trataba de la loza de una tumba. Quería ver lo que ocurría en ese hoyo que los adultos, mujeres y hombres rodeaban. Cuando por fin consiguió acercarse, estaban a punto de taparlo. Le llamó la atención que las personas empezaran a recargar flores sobre ese sitio. Un sacerdote oraba en voz alta. Con su mano aventaba agua bendita. Saludos, abrazos, despedidas. Jorge se preguntaba: ¿dónde estará mi mamá?
No conocía la muerte y mucho menos suponía o sospechaba que le había arrebatado a su ser más querido. Vio gente llorar, mujeres con la cabeza cubierta por un velo. Casi todos vestidos de negro.
¿Dónde estará mi mamá?, volvió a preguntarse.
Al tercer día, reunión familiar en casa, tías y tíos, hermanas y hermanos de su madre. Su papá a la cabeza de la plática. Pronto se dio cuenta que él y sus tres hermanos eran mencionados repetidamente. Parecía una disputa para decidir quien se haría cargo de los menores.
Se afligió. Con ansiedad preguntó a la tía que tenía más próxima:
-¿Y mi mamá?
-Se fue al cielo –contestó lacónicamente.
No lloró porque alguna vez le habían dicho que al cielo únicamente van los bien portados.
Le quedó claro que ya no la vería porque también le habían dicho que de ahí ya nadie regresa.
Hoy han pasado 40 años de ese episodio. Jorge lo tiene tatuado en su memoria. Cuenta esta historia en vísperas del Día de las Madres, para felicitar a todas, donde quiera que se encuentren.
El juego de la inocencia
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