De nuevo en el penal de “máxima” seguridad de El Altiplano, a Joaquín Guzmán Loera no lo volverán a llamar “Don Joaquín” como lo hizo el custodio que acudió a buscarlo en su celda el día de su segunda fuga (escuchado en video difundido en medios) ni tampoco podrá platicar con quien fue su vecino Sigfrido Najera Talamantes, alias “El Canicón”.
Una vez que se entra a ese centro federal de “readaptación” social, por reglamento, el interno pierde el nombre y se convierte en un número. Ahora ya no le van a permitir a los vigilantes darle trato diferenciado, porque también monitorearan su desempeño, no les van a tolerar ningún tipo de confianza con “El Chapo”.
Sigfrido Najera era un personaje de aproximadamente 35 años de edad, jefe de los Zetas en Nuevo León cuando fue detenido. Murió en dicho penal por un paro cardiaco el seis de septiembre del 2015, justo semanas después de la fuga. Un tipo de alta peligrosidad, temido por los demás internos, interesado en relacionarse con quien quisiera sus servicios. Ofrecía ayuda par comunicación externa y regalaba aparatos eléctricos.
A los de reciente ingreso, con cierto perfil que pudiera serle útil, de inmediato les hacía saber que era el conducto para comunicarse con la familia, “para decirles que estás bien y que no se preocupen”, solo les pedía que le proporcionaran el número telefónico.
Por supuesto que el favor no era gratis, porque llegaría el momento en que él cobraría la factura, esto estaba implícito. La atención se tendría que corresponder cuando lo solicitara.
Debido a su peligrosidad, estaba solo en su celda, le gustaba escuchar música de banda. Los sábados y domingos, que no desconectaban en el penal la electricidad de los contactos, mantenía encendido su aparato toda la noche. Ninguno de los otros internos, que estaban en el mismo pasillo, se atrevía a protestar. Dormían con esa música.
Se sabía que disponía de recursos económicos. Compraba y regalaba televisores a internos con los que buscaba relacionarse. Los regalos se aceptaban sin replicar, se agradecían. Requería extremo cuidado y diplomacia eludir sus interesadas pretensiones.
El día que fue internado un jovencito de 18 años, acusado de tráfico de drogas, inexperto, no le dio ni el saludo de bienvenida. Y menos luego de escuchar que estaba ligado a una organización contraria.
Najera Talamantes tenía contratados abogados de Toluca y de la ciudad de México. Todos los días tenía visita de sus consejeros jurídicos. Se quejaba de que las resoluciones de jueces a su favor no eran acatadas sobre sus condiciones de internamiento. Protestaba porque las autoridades del penal lo castigaban. Lo mantenían aislado, con restricciones para ir al patio o a la visita conyugal.
Se notaba que era una persona irascible y vengativa. La ocasión en que vio desde su reja los golpes que tenía en el cuerpo otro interno que había sido torturado por custodios, soltó el comentario: “a mi si me hacen eso, me quedó vivir en Almoloya” hasta cobrarse la agresión. La amenaza fue escuchada por custodios, que prefirieron guardar silencio en vez de reprenderlo.
Era de una mirada fulminante, de las que matan, pero no como dice la romántica canción “ojos tapatíos” que interpretaba el charro Jorge Negrete, sino de la expresión popular que se utiliza cuando se quisiera eliminar de esa forma al enemigo o adversario.
Así era en prisión Sigfrido, el famoso “Canicón”, quien por su estilo seguramente se relacionó con Guzmán Loera.
Sin embargo, ya no está en el Altiplano quien fuera jefe de los Zetas en Nuevo León. No se fugó, se fue para siempre del planeta, ya no le tocó ver el regreso de “El Chapo” al Altiplano.
Por eso es que Guzmán Loera vivirá otra página en su reclusión, sin su antiguo vecino ni custodios que lo llamen “Don Joaquín”.
El autor de este texto estuvo ahí cinco días por una injusticia, por eso te puedo contar esta historia del “Canicón”.
El vecino de "El Chapo"
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