Cuando me enteré del itinerario de la gira papal y vi que iría a estados conflictivos o que han sido altamente conflictivos o que tienen una pobreza que parece un cáncer, incurable, supuse que sería como meter al pontífice a la cueva de los lobos, con riesgos para su integridad física.
Ha quedado atrás la visita y evidentemente los lobos no se lo comieron. Por poco un impetuoso le rasga la vestidura, pero tampoco sucedió eso, porque con su autoridad divina el Papa Francisco supo sacudirse el jalón.
No fue casual que hayan escogido lugares como Michoacán, Chiapas, el penal de Ciudad Juárez o Ecatepec en el estado de México. En suelo mexiquense hubo quienes se atrevieron a protestar por la visita e incluso de ahí salió el rayo láser que perturbó al piloto del avión que traía al Papa, justo cuando se aproximaba al aeropuerto de la Ciudad de México.
Cada quien ha hecho su balance de la gira, de lo que dejó a México y a los mexicanos, de lo que se llevó, de las imágenes y voces que recogió de católicos y simpatizantes, de los enfermos y de las víctimas de la injusticia, de los niños y de los ancianos, de los jóvenes, de lo que dijo y no dijo.
Me dio la impresión de que no hubo tantos jóvenes como los que salieron años atrás al encuentro de Juan Pablo II. Quizás por la decepción que el comportamiento de algunos eclesiásticos ha dejado en la población.
Sin embargo, no hay que perder de vista que el México que conoció Juan Pablo II, de ninguna manera fue el mismo que vio Francisco. Las condiciones han cambiado.
Ahora, por razones de seguridad, el Papa tiene que viajar en un transporte con mucha más protección y con una escolta que no lo pierde de vista ni un segundo. De cualquier manera, a pesar de ese dispositivo, siempre estará expuesto a un suicida o loco.
El no haber llenado el Zócalo de la Ciudad de México ha sido motivo de muchas especulaciones, de la que no se ha salvado ni el arzobispo Norberto Rivera Carrera. No ha faltado quien lo acuse de haber sido el causante, por supuestas diferencias con el mismo Papa. También le han imputado el ausentismo a monseñor Eugenio Andrés Lira Rugarcía, con el argumento de haber acaparado los boletos.
Lo cierto es que cuando vino Juan Pablo II por primera vez, en 1979, no hubo necesidad de boletos para todos los actos. La gente se movió para verlo, sin ninguna limitante ni restricción, con absoluta libertad. No hubo vallas metálicas, mucho menos arcos detectores. Era otro tiempo.
A pesar de ello, al final sumaron millones los mexicanos que se reconfortaron con la presencia del Papa argentino.
En entidades crispadas por la violencia como las citadas, lo bueno es que su visita calmó ánimos y sembró esperanza, la terapia de la palmada, el saludo y la palabra de aliento.
Si ese era el objetivo, que le bajara presión a la olla, se consiguió.
Papa baja presión a la olla
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